La SAAS continúa mostrando lo innecesaria, e incluso, dañina que es. Cerrarla es una demanda ciudadana que debe retomarse con seriedad y empeño.
El sábado pasado concluyó acá en Guatemala la edición de 2025 del Festival Centroamérica Cuenta. Contó con un magnífico programa que reunió a numerosos artistas e intelectuales de prestigio y relevancia. Estoy seguro de que el festival fue un éxito rotundo, y contribuyó al acervo regional de Centroamérica. En este éxito indiscutible, noté una pequeña mancha logística: en los eventos en los que participó el presidente de la república hubo desorden y maltratos en el control de ingreso. Además de largas colas de personas en las puertas, mientras que, en el interior —incluso ya habiendo iniciado las actividades— había gran cantidad de lugares vacíos, entre otras.
Pude constatar que estas anomalías fueron totalmente ajenas a los organizadores del festival, y responsabilidad exclusiva de la Secretaría de Asuntos Administrativos y de Seguridad de la Presidencia (SAAS). Con el consuetudinario afán de garantizar la seguridad del mandatario, los agentes de la SAAS hicieron gala de prepotencia, torpeza y desprecio hacia quienes no forman parte de esa suerte de casta superior. Tal casta, ellos la perciben —o se les ordena percibirla— en los mandatarios, sus familias, los miembros del gabinete de Gobierno o el círculo más cercano al presidente.
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Lamentablemente, este no es un hecho aislado, pues la historia de la SAAS está plagada de abusos, corrupción y abundancia de motivos para justificar el enojo ciudadano por su existencia y persistencia. En sus 25 años de funcionamiento ha sido causa de escándalos en prácticamente todas las administraciones de gobierno y, tristemente, la del presidente Arévalo no ha sido la excepción. La SAAS le ha hecho más daño que bien a la gestión de Bernardo, con escándalos políticamente onerosos, innecesarios y evitables, como la opacidad en la contratación del fotógrafo Hernández Salazar (que, de paso, también le hizo daño a él). Las declaraciones francamente torpes como que la SAAS debía procurar que la atención para el presidente emulara la de un hotel de cinco estrellas, o la escaramuza reciente sobre un baby shower para la nuera de la pareja presidencial.
Por todo este lastre de abusos y torpezas es que su disolución fue una oferta muy atractiva que, seguramente en su momento, abonó a la victoria electoral de Giammattei. Por supuesto, esa fue una de las tantas promesas electorales incumplidas del expresidente, embuste que, a muchos, no nos sorprendió. Pero sí que sería algo que esperaríamos de Bernardo Arévalo, como una de las tantas prometedoras demostraciones de su calidad de estadista.
No se necesitan doctorados ni décadas de experiencia para comprender que, en una sociedad con necesidades ingentes como la guatemalteca, mantener una entidad onerosa e ilegítima como la SAAS es un desperdicio, y que cualquier intento de justificarla, resulta un insulto a la inteligencia ciudadana. En realidad, para gobernar no se requiere ese ejército de prepotentes y abusivos, a quienes, entre otras cosas, se les paga por cargar un podio exclusivo desde el que solo el presidente puede hablar.
Ahora que recién partió, a ver si le aprendemos algo al gran Pepe Mujica, cuya principal virtud —reconocida por admiradores y adversarios— fue su sencillez para ejercer el poder gubernamental, lo que demuestra que la SAAS es innecesaria.
Entre todas las oportunidades que tiene el presidente Arévalo de lograr cambios y resultados concretos, suprimir la SAAS reemplazándola por una entidad más austera y respetuosa puede ser una victoria relativamente fácil y rápida. O, dicho de otra forma, mantenerla arrojaría a Arévalo a la misma vergonzosa categoría de sus predecesores.
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