He visto con ojos propios la forma en que nacer indígena en Guatemala te condena a vivir inmerso en cientos de dimensiones, como una cadena perpetua de miseria de las que nadie parece darse cuenta.
La niña o niño q'eqchi' es concebido más de la mitad de las veces, en el cuerpo de una madre joven con desnutrición. Condición que difícilmente puede cambiar a causa de la vulneración histórica y sistemática de sus derechos colectivos a la posesión, uso y ocupación de la tierra, el territorio y los recursos naturales.
Vivir en una comunidad sin acceso vehicular limita e infringe cualquier derecho, comenzando por la libre locomoción. Para acceder a educación deben caminar horas por largos senderos y solo después de dejar completas sus tareas en casa. Hablo de chapear el sitio, ir a traer leña, juntar el fuego, cocer y llevar al molino el nixtamal y, además, vivir a veces sin acceso a energía eléctrica ni agua.
El agua es tan escasa que deben elegir muy bien cuándo pueden bañarse. En casa el dinero es escaso porque no hay trabajo. El poco dinero que ganan por vender maíz, si es que no se seca o una inundación se lleva la cosecha, lo resguardan con celo para cuando se necesita una medicina. No alcanza para comprar jabón de olor. Cuando pueden, usan detergente, que también sirve para bañarse y lavarse el cabello que secan con la ropa que se quitan. Sus dientes, desnutridos, están siempre limpios porque los «asean» con cepillo y ceniza.
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Conozco niños que desean con todas sus fuerzas ser médicos. Yo no encuentro las palabras correctas para decirles que ese sueño, para un niño de comunidades rurales es casi un imposible. No hablo de la oportunidad, porque junto con el equipo de trabajo y donantes hemos podido, en pequeña medida, conseguir que un joven albañil se convierta en ingeniero en sistemas. No hablo de conseguir cómo estudiar. Hablo de la ceguera social de reconocer que la desnutrición anula capacidades y desarrollo neurológico que les permita aprender y retener tal cantidad de conocimiento.
Y es que ser un niño de barro y maíz, no es lo mismo que ser un niño con privilegios. El nacer con la piel oscura y apellido maya, polariza los derechos que sí tenemos quienes nacemos con apellidos ladinizados y no se puede siquiera comparar con los derechos que obtienen quienes nacen en cuna de oro, con pelo rubio y apellido criollo. La desigualdad es inmisericorde con los niños y niñas indígenas y pocos queremos verlo.
He visto, también de primera mano, cómo les va a las niñas y niños estudiantes cuyo primer idioma es maya. La burla y el desdén del que son objeto ha conseguido que muchas familias tomen la decisión de no enseñar el idioma materno a sus hijos e hijas. Basta tener un poco de inteligencia emocional para notar cómo la familia hace el esfuerzo de enseñar un idioma que no es el propio, cuya traducción literal no encaja gramaticalmente.
En redes se puede ver cómo Jorge fue objeto de burla por su forma de hablar.
Cuando viví en Cobán pude ver como el racismo normaliza la burla y el desdén sobre quienes hablan español con acento indígena. Obviamente no sucede lo mismo cuando tienes acento alemán o estadounidense. Incluso ayer alguien publicó una foto con Jorge, burlándose de su forma de hablar, seguido por la frase que le causa gracia: «Tuavia lo saqué un su foto, vuela alto Farruko». Surge de ello la pregunta: ¿En qué parte del mundo creen que viven estas personas con doble moral? ¿Será que piensan que estamos en el viejo continente?
No, no conocí a Jorge, pero conozco perfectamente las condiciones de vida que vulneran una y otra vez a los niños como él. Solo puedo esperar que él no haya sido consciente de que era objeto de burla cruel.
No puedo hacer nada por él, por su familia o por sus sueños. Solo puedo escribir estas líneas que quizá consigan que algún amable lector cambie un poco la indolencia por empatía.
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