Aunque hay miles de tonalidades que el ojo puede percibir, empiezo por los colores que llenan los espacios naturales y los no tanto. Veo hacia arriba más allá del cableado eléctrico y los ojos se me llenan de un azul celeste y de cambiantes nubes blancas, de esas que cuando las veo me sugieren distintas figuras. Si miro a los lados a veces los colores me sorprenden con su brillantez y sus sombras. De eso están poblados los hermosos paisajes naturales con que aún contamos.
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Veo, asimismo, los árboles y sus hojas de distintas tonalidades entre verdes y cafés que caen y están desparramadas en el camino hacia el trabajo. Recuerdo que alguien como J. J. Rousseau en el siglo XVIII dijo que una de sus aficiones era «herborizar». Es decir, en sus largas caminatas recogía las hojas de los árboles e ignoro si las clasificaba, quizás sí, seguro tenía una gran colección. Pienso en seguir su ejemplo, pero agacharme y recoger una a una va más allá de mis posibilidades. Me percato entonces de que desconozco la mayoría de los nombres de los árboles y sus respectivas hojas a la vez que viene a mí la imagen de una App que al solo tomar una fotografía dice hasta lo que hay que hacer para curar la planta que está dañada. Se asoma también el recuerdo de mi pago por un año de esa aplicación y de cómo la utilicé apenas un par de días. No aprendí un solo nombre, pero mientras recorrí algunas calles tomando fotos de árboles, flores y frutos lo disfruté bastante. No continué porque noté en el vecindario algunas expresiones de desconfianza de quienes me observaban y de ambos lados empezamos a vernos de forma sospechosa. Concluí meses después que, para ser honesta, es mejor reconocer que mi pasión ecológica es más teórica que práctica y que para disfrutar de algo no es necesario conocer su nombre.
Los sentidos se expanden, y una alegría inusitada me invade cuando pienso en la comida con la que, como país, contamos. Entra por la vista y se va por el olfato hasta sentir su sabor. Algunos alimentos se complementan con el tacto y el oído pues el ruido que hacemos cuando lo saboreamos es parte del gozo. Pienso en los mangos de pashte y en toda la comida que por épocas degustamos y la que se anuncia para la próxima Semana Santa. Cada una tiene un sabor especial y único.
Observo desde el periférico, a la altura del paso a desnivel por Peri Roosevelt en dirección al sur, uno de los más de 35 volcanes que hay en el país.
Pienso en las construcciones del pasado remoto y en el magnífico legado arquitectónico, desde los mayas, pasando por las bellezas coloniales, hasta los edificios actuales. Pequeñas y grandes ciudades de las cuales, aunque no he contribuido en nada para que sean así, me siento orgullosa.
Es bonita Guatemala. Linda, de verdad. Decir que solo cien cosas son las que me gustan de ella es falso. Son insuficientes para nombrar aquello que me hace amarla.
No obstante, siento que para mí por estos días es imprescindible recordar estas maravillas naturales y las que crearon nuestros antepasados e incluso las que se han generado en la actualidad. Ello, porque en este marzo de 2025, el mes que se conmemora el Día Internacional de la Mujer, en especial para las niñas y mujeres todas, han sucedido y siguen sucediendo hechos que nos colocan en una situación no solo de vulnerabilidad, sino también de menosprecio.
Pese a esta situación, cuando veo las acciones de mujeres y hombres esforzados que luchan por nuestros derechos, me digo una y otra vez, que no todo está perdido. Si bien hay un número considerable de guatemaltecos que realizan acciones negativas y cuestionables, siento que es importante seguir firme en la esperanza de que una Guatemala más justa y equitativa no solo es posible sino, sobre todo, necesaria.
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