Como sociedad nos hemos acostumbrado a vivir entre muros y garitas, adornando nuestras casas con alambres y concertinas en sus diversas presentaciones: con púas, simples, dobles o electrificadas. Para el comercio no hay límite, nos presenta una amplia variedad de medidas de protección, tras la normalización de vivir en el encierro por la inseguridad del espacio público y ante el resguardo de nuestra integridad respecto al «otro» considerado como el enemigo.  
Observemos nuestro entorno: ventanales con balcón de seguridad, espacios en la vía pública decorados con puntas de hierro con el afán de evitar que las personas se recuesten o sienten en los muros. Personas caminando con prisa resguardando sus pertenencias sin siquiera permitir detenerse para observar el rostro de quienes circulan a la par. La prisa se nota en el andar, los puños y los brazos tensos al sostener con fuerza lo que creemos nuestro. Definitivamente, no somos una sociedad plena ni personas que puedan relajarse deliberadamente en el entorno que compartimos con los demás. 
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La aberración hacia el «otro» se ha instaurado ante la sensación y la realidad de inseguridad, parte de ello es naturalizar que vivir entre rejas y muros resguardando patios y jardines es normal. Entre más grande y más alto el muro la sensación de seguridad será mayor. Nos venden la idea de que lo privado es exclusivo, y ante ello, se afianza la seguridad física: entre menos sepan y entre menos vean, mejor. 
Poco a poco, vamos contribuyendo a la pérdida de la cohesión social. Permitimos que se amplíe nuestra segregación y vulneramos nuestra integridad, todo sin cuestionarnos: ¿por qué somos nosotros los que debemos ceder el espacio público?
Perdemos el espacio público por ese «otro» que nos atemoriza. Sin embargo, al refugiarnos en el metro cuadrado «seguro», dejamos en libertad miles de metros más para quienes sí se apropian de ellos, alimentando el miedo. Nuestra respuesta como sociedad ha sido, erróneamente, construir un fuerte donde habitar y pensar que desde la individualidad es lo mejor, en lugar de hacerlo desde la colectividad.
¿Qué hay más allá de nuestro fuerte lleno de pantallas e individualismo? Fuera de él, donde creemos habitar y sentirnos plenos y seguros, se encuentra nuestra verdadera capacidad de vivir y convivir.
Debemos buscar soluciones para apropiarnos del espacio público; no somos nosotros quienes debemos habitar tras muros. El bienestar pleno no se encuentra dentro de los condominios cercados, las calles cerradas, las casas con muros altos ni entre los circuitos vigilados por púas. Tampoco se alcanza a través de las pantallas ni en las redes sociales.
Nuestro bienestar se sitúa afuera de esas limitantes físicas que se acentúan en nuestra psique social. Merecemos poder saludarnos en las calles, vernos a los ojos; merecemos vivir con plenitud y sin miedo a resguardar nuestra integridad.
El actuar social debe enfocarse en fortalecer las formas de habitar las calles y apropiarnos del entorno común para alcanzar una vida plena. Esto implica reconocer que necesitamos superar el miedo al «otro», quien, en la práctica, descubriremos que probablemente no es tan distinto a nosotros.
 
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