«Con motivo de su toma de posesión como cuadragésimo séptimo presidente de los Estados Unidos de América, le transmito un cordial saludo y la seguridad de mis oraciones para que Dios Todopoderoso le conceda sabiduría, fortaleza y protección en el ejercicio de su alto cargo», escribió el papa Francisco en la introducción de un corto texto remitido a Donald Trump.
El máximo jerarca de la Iglesia católica agregó: «Inspirado por los ideales de la Nación, tierra de oportunidades y acogida para todos, espero que bajo su liderazgo el pueblo estadounidense prospere y se esfuerce siempre por construir una sociedad más justa, en la que no haya lugar para el odio, la discriminación o la exclusión».
Y con elegancia cerró una pieza discursiva, ejemplo de sutil contundencia: «Al mismo tiempo, mientras nuestra familia humana se enfrenta a numerosos retos, por no mencionar el azote de la guerra, pido a Dios que guíe sus esfuerzos en la promoción de la paz y la reconciliación entre los pueblos. Con estos sentimientos, invoco sobre usted, su familia y el amado pueblo estadounidense la abundancia de las bendiciones divinas».
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Sin duda, la autoridad religiosa logró que el destinatario se sonrojara, aunque tal reacción no pudo ser vista por las multitudes que alrededor del planeta observamos el enojo de Trump, de su esposa, y de acompañantes cuando la obispa episcopal Mariann Edgar Budde, en una larga exposición frente al gobernante asentó: «Le pido que tenga piedad, de aquellos en nuestras comunidades cuyos hijos temen que sus padres sean llevados, y que ayude a quienes huyen de zonas de guerra y persecución en sus propias tierras para encontrar acogida aquí».
Francisco lidera a aproximadamente 1,400 millones de personas que profesan la fe católica en el mundo, mientras que Budde encabeza 86 congregaciones y 10 escuelas de su representación anglicana en Washington y cuatro condados de Maryland. Ambas son voces de peso que se pronunciaron en la coyuntura por el retorno de Trump a la Casa Blanca.
Obviamente, el tema de actualidad es el temor e incertidumbre que marcan los días de migrantes indocumentados que en Estados Unidos caminan, o se esconden, en sus áreas de trabajo, estudio o vivienda con la amenaza de sufrir la deportación. A este panorama se añaden la desesperación y frustración de las decenas de miles que van en ruta hacia «El sueño americano» sumidos en el insomnio que implica recorrerla entre drama, tragedia y, a propósito de la Biblia, penurias.
Tal situación da sentido a lo afirmado por la religiosa durante el tradicional acto con el presidente: «Como país, nos hemos reunido esta mañana para rezar por la unidad, no por un acuerdo, político o de otro tipo, sino por el tipo de unidad que fomenta la comunidad por encima de la diversidad y la división. Una unidad que sirva al bien común. La unidad, en este sentido, es un requisito previo para que las personas vivan en libertad y juntas en una sociedad libre. Es la roca sólida, como dijo Jesús, sobre la que construir una nación».
Migración o movilidad humana es un acto voluntario o forzado por circunstancias diversas. En el caso que nos ocupa, las referencias son claras porque no son nuevas e involucran a gobiernos y sociedades con repercusiones sociales, económicas y políticas que hoy encienden sus alarmas. Las dos autoridades religiosas aludieron al tema en forma y fondo.
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