La historia gira en torno a una niña y un niño que comparten mucho de su infancia hasta los 12 años, época en la que la niña emigra junto a su familia de Corea del Sur hacia Canadá. Pasan 12 años y gracias a las redes sociales ambos jóvenes se reencuentran a través de chats y videollamadas, pero no llegan a reunirse físicamente y pierden el contacto. Luego, 12 años después, se reúnen, pero las circunstancias han cambiado y ese es el momento cuando los acompañamos en el desenlace de su historia.
Para narrar estos hechos, cada uno de los componentes van hilándose suavemente. Estos son tomados en cuenta por Celine Song, quien los conoce a fondo, pues, además, es la autora del guion. La trama se desarrolla entonces con una mezcla entre la pasión y la ternura, entre la fuerza y la vulnerabilidad y es como si ambos protagonistas fueran arrastrados —y el espectador con ellos— en la corriente ineludible de un río profundo. Este nos toca, nos envuelve, nos ahoga hasta asfixiarnos, pero a la vez también nos ilumina, nos da la fuerza y el amor, si no totales, al menos suficientes para encontrarle, como ellos, un sentido a la existencia.
Ahí, en cada escena, los ojos de la cámara son los del espectador: se entretiene en los detalles, en los gestos de los personajes, en las palabras que se sienten y en las que se piensan, pero no se dicen. Ahí, en cada escena, experimentamos una profunda empatía, una insondable humanidad que se traduce en sus dudas, en el peso de sus decisiones y en la responsabilidad por asumir las consecuencias de las mismas. A la par de ellos, nosotros, de este lado de la pantalla, vivimos la historia de amor que fue y no fue, que pudo haberse dado y no se dio, que queda en un tal vez, si no en esta, en otra vida. Nosotros, como los protagonistas, nos vemos de cara con la incertidumbre de nuestra vida que se transforma también, aunque sea por unos instantes, en un mar de profunda fragilidad y desazón.
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Los temas que se abordan son actuales y se enfocan a partir de una visión sutil, pero realista; reflexiva, pero conmovedora; es decir, amorosamente adulta. Desde la inmigración, que aun cuando sea voluntaria transfigura maneras de ser y pensarse hasta las creencias arraigadas de una sociedad sobre diversos tópicos, todo en el filme encaja como un rompecabezas emocional, agudo, apasionado y, a la vez, tranquilo, pero intenso.
Además, en la película destacan, sin duda, las actuaciones, sobre todo la de Yoo Tae-o, también conocido como Teo Yoo, quien interpreta de manera excepcional a su personaje, un típico surcoreano que, en medio de la cotidianidad de sus días, rompe con estereotipos y viaja 13 horas solo para compartir unas cuantas con la mujer que considera es, quizás, el amor de su vida. La cámara de Celine Song logra captar en los mínimos gestos el carismático encanto de este actor que ya hemos visto en Netflix, en k-dramas como «Batalla de amor» y «Chocolate», entre otros.
Con razón, la crítica y los críticos de «Past Lives» coinciden. Menciono solo la del cineasta mexicano, ganador del Óscar, Guillermo del Toro, quien presentó una proyección especial de la película y la alabó y dijo: «Es el mejor debut cinematográfico que he visto en los últimos veinte años» (El imparcial, 14/10/2023).
«Past Lives», pues, es un film que proporciona un respiro, un remanso, un lugar al que se va sin arrepentimientos, en donde lo más profundo de lo humano converge con lo más hermoso del cine.
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