A estas alturas del mes ya la mayoría hizo una especie de balance de 2024. Como dice una canción, qué se ganó, qué se perdió. Agregamos qué metas de las propuestas a finales de 2023 se cumplieron, cuáles quedaron a medias, las que ni siquiera fueron un esbozo de inicio, sino permanecieron más bien como sueños dormidos.
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Leo en las redes que un amigo cumplió años en los primeros días del año. Su comentario gira no en torno a un año más de vida, sino a que ve con cierta nostalgia que le queda uno menos. Siento entonces que a pesar de los años que llevo encima hay una especie de optimismo quizás poco realista de mi parte. Aún vivo como si me quedara todo el tiempo del mundo. Es decir, si la vida se viera como un emprendimiento cualquiera, desperdicio muchos de mis días en darle vuelta una y otra vez a situaciones que, si supiera que ya no cuento con ese tiempo, no me quitarían ni un suspiro.
Pero como el resto, vivo como si el tiempo y la vida fueran presencias además de constantes infinitas. No tengo la sensación de urgencia por llevar a cabo aquello que aún me mueve y todavía pienso y siento como si dentro de mí hubiera una etiqueta de inmortalidad. Cuando me veo hacia dentro y descubro estas ideas presupongo que son iguales a las que tienen quienes, como yo, experimentamos la sensación de tener toda la vida por delante.
Me queda tiempo, es a estas alturas un autoengaño. Pasé los años de la juventud y aunque me siento joven el cuerpo me dice otra cosa. No es que esté llena de achaques ni mucho menos, pues gozo de una salud aceptable, sino que mis emociones a veces sucumben al impacto de cuestiones que están más allá de mi alcance. El país y sus diarios acontecimientos también abonan para que la tranquilidad a la que aspiro sea como las alas de una libélula chocando contra miles de incandescentes luces.
Sé asimismo que el tiempo es una cuestión relativa y que en la inmensidad del universo apenas si somos menos que puntos latentes. Eso en la vida diaria tampoco importa. Lo cierto es que a pesar de nuestra pequeñez y quizás por ella lo que nos aqueja de manera individual se nos presenta a menudo como una carga insostenible y demandante. En ocasiones, por ejemplo, algo nos pasa y el pequeño mundo en que vivimos se torna hostil e incontrolable. Nos cuesta respirar, nos ahogamos. Sentimos cómo la vida puede marcharse en la imposibilidad de tragar nuestra propia saliva y todo a nuestro alrededor gira descontrolándonos. Luego, mantenemos el ritmo de la respiración y todo vuelve a la calma como si no hubiera pasado nada. Así una y otra vez hasta que nos acostumbramos.
Nos queda tiempo, sin embargo, para equivocarnos y rectificar. Para decir una vez no y otra también. Para reír y gozar, para llorar y entristecernos, para abrazar y, pese a la edad que tengamos, aprender día a día el arte de amar y de ser medianamente generosos.
Nos queda tiempo para una palabra cariñosa, para darle ánimos a los demás y a nosotros, para no desfallecer y seguir adelante. Nos queda tiempo para revisar nuestros proyectos fallidos, para tratar de llevarlos a cabo, para aprender de nuestros errores, para dar un abrazo y recibirlo. Nos queda tiempo para ser, si se puede, un poco más humanos y colaborar con los que así lo sientan en tratar de construir un mundo mejor no perdernos en la abrumadora sensación de vacío, de soledad y de falta de amor.
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