La resistencia indígena, también se basó en identidades culturales, cosmogónicas y territoriales que fueron reprimidas por la violencia colonial y el odio racista. Durante 500 años la lucha por imponer identidades externas y por defender legítimamente y validar las propias de los pueblos ha sido el motor dialéctico que ha definido el modelo de relaciones entre Estado y pueblos. La historia oficial ha sido el instrumento utilizado para anular historia e identidades milenarias.
Pareciera que antes de 1524, los pueblos, territorios, cultura e historia no existían. Exclusión pura y dura, en tanto, por otro lado, el sistema colonial y colonizador, utiliza a ciertos indígenas para encabezar conmemoraciones y festejos del despojo y muerte que hacen el juego a consolidar una historia colonizada, aduciendo que a partir de esa fecha se funda Quetzaltenango y empieza la civilización, negando historias y civilizaciones previas.
Los pueblos milenarios, negada su historia y cultura, son convertidos en los «otros», vulnerados en su dignidad y valores civilizatorios. Es decir, el «otro», no es. Con ello se pretende su desaparición física y/o cultural en nombre de la cristianización, el progreso, la modernización y el desarrollo. Muchas constituciones de la primera época republicana declararon la disolución de comunidades indígenas como finalidad de la acción política.
El menosprecio se expresa en que el «otro» no es completo y por ello trata de someterlo dentro de una totalidad, sin diversidad. Es inferior, no puede pensar, es miserable, pero sí cristianizable. El otro es como el colonialismo dice que es. La estrategia desde el Estado, en primer lugar, es el «reconocimiento», como lo dicta la actual Constitución de la República, luego encaminarlos al proyecto político monocultural del estado colonial: a la cultura nacional, a través de la política indigenista surgida en los inicios del siglo XX, que es proteccionista y restrictiva de los derechos civiles de las comunidades bajo el pretexto de asistencia y apoyo, así «también el indio del común, requería de un representante para su actuación jurídica» (Dougnac Rodríguez, 1994).
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Para los invasores, la tierra era sinónimo de prestigio y poder. Y sigue siendo para sus herederos. Los indígenas perdieron sus derechos de propiedad individual y colectiva. La tenencia y colonización de la tierra (perteneciente a territorios indígenas) se ha mantenido hasta el presente. El enriquecimiento de los sectores de poder se basó en la tierra usurpada y robada a los pueblos. A la infantería le dieron parcelas llamadas peonías y a la caballería unidades de tierra del mismo nombre y a los altos mandos colonizadores, encomiendas donde los indígenas tenían que pagar impuestos y servir como fuerza de trabajo.
Quinientos años después el clamor por la tierra continúa. De parte de los pueblos, como factor simbólico y de sobrevivencia y de parte de los estamentos herederos de la colonia, como elemento de reproducción del capital, con bajas inversiones en fuerza de trabajo e impuestos casi inexistentes. Indudablemente la huella de la colonia se impregnó para siempre en nuestro país y que es el elemento que mantiene en atraso a la sociedad en general y en la mera sobrevivencia a la mayoría de población indígena.
Las consecuencias son nefastas, ya que la producción para la exportación se focaliza en los latifundios que son propiedad de la clase dominante, provocando inseguridad alimentaria y se convierte en fuente de poder para las elites que los poseen.
Los pueblos indígenas, se encuentran en una encrucijada trágica. Sin tierras para cultivar alimentos, poco empleo, precarios ingresos, causa de la desnutrición generalizada y pérdida de sustento identitario hacia la madre tierra, se vuelven itinerantes para sobrevivir, migrando a los centros urbanos o al exterior a alimentar la informalidad económica, empleándose en labores que los ladino-mestizos no quieren ejecutar. Siendo objeto central del racismo, sin esperanzas de un mejor futuro para sus hijos. Enfermedad y pobreza son el marco de vida de la mayoría, además del abandono del Estado que los considera ciudadanos de segunda.
Por ello, celebrar los 500 años de invasión es una broma de mal gusto, ante una sociedad en crisis tanto en las ciudades como en el campo y viviendo en la ignorancia histórica sin darnos cuenta.
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