Como saben los niños más reflexivos o los más impacientes, cumplir diez años es una gran cosa y no hay que tomarla a la ligera. Estás ahí, ya en el umbral de ser grande. Pones cara un poco solemne —la barbilla firme, la mirada reconcentrada—, y para evitar la incongruencia tratas de esconder la pelota de goma o la pistola de agua que sostienes al tiempo entre las manos.
Es un momento raro. Es un momento hermoso.
Y ahí estamos, en ese borde nosotros, en esa mezcla. Casi desde el principio, a decir verdad. Porque nacimos jóvenes, como nace todo el mundo, pero también un poco avejentados. Hay momentos o labores que exigen ímpetu y arrojo, y otros que prudencia y serenidad. Por eso a veces agitamos los juguetes en el aire y a veces nos ponemos un monóculo y hablamos con voz áspera y aires rigurosos. Por eso en ocasiones hemos optado por probar experiment...
Y ahí estamos, en ese borde nosotros, en esa mezcla. Casi desde el principio, a decir verdad. Porque nacimos jóvenes, como nace todo el mundo, pero también un poco avejentados. Hay momentos o labores que exigen ímpetu y arrojo, y otros que prudencia y serenidad. Por eso a veces agitamos los juguetes en el aire y a veces nos ponemos un monóculo y hablamos con voz áspera y aires rigurosos. Por eso en ocasiones hemos optado por probar experimentos que no se habían hecho (en realidad, todo el medio es un experimento universitario, landivariano, casi inédito, en el mundo), y en ocasiones hemos pensado que lo más moderno, lo más innovador que podíamos hacer, era retomar viejas tradiciones y apenas darles un giro, pulirlas: restaurar valores y principios arrumbados del periodismo, revalorizar géneros y formas de mirar, poner empeño, dedicar mucho tiempo, ir un poco contracorriente, confiar en que los lectores son, de hecho, lectores: es decir, gente que lee, no gente que no quiere leer. O las audiencias, gente que escucha. No importa cómo le llamemos.
A veces, también (somos conscientes), enarbolamos una madurez forzada o prematura: tuvimos que actuar como un medio que ya sabía lo que hacía, porque los demás medios ya sabían lo que hacían; tuvimos que nacer como si ya domináramos las artes oscuras del oficio: la gestión, el presupuesto, la integración de equipos, explicar, como escribió el personaje de Machado, lo que pasa en la calle: crear un medio, de la nada, en un terreno que no dominábamos y sin cartografía, y lograr que otros, muchos, ustedes también, creyeran en él. Nos obligamos tanto a fingir que sabíamos lo que hacíamos que, tanto tiempo después, quizá, terminamos sabiendo lo básico. En el camino, la mayoría de las cosas salieron bien, bastante bien. Tuvimos y tenemos equipos vocacionales y talentosos y de pulcra ética periodística, y gracias a ellos salieron bastante bien. Y al apoyo vital de mucha gente:
los columnistas, la Universidad Rafael Landívar, nuestras familias, los donantes, las fuentes, otros medios, la Asociación de amigos de Plaza Pública, las personas que nos leen y dialogan y debaten con nosotros, quienes nos han protegido y defendido, quienes nos han instruido, quienes nos han criticado y mejorado, quienes nos han obligado a mirar con perspectiva nuestro trabajo y a evaluarlo bajo otra luz.
Hemos sido (hemos intentado ser) ortodoxos en la ética y el método y flexibles en la forma, a veces hasta la irreverencia.
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Y así cumplimos 10 años. Esta semana, ayer, 10 años, una década, no sabemos cuántos días minutos segundos, desde que apareció nuestra primera publicación, un periodo inaugurado con un reportaje de Julie López sobre las pandillas y reabierto con otro suyo sobre la vicepresidenta primera del Congreso. Y desde esta atalaya del tiempo miramos aquellos días, aquella Plaza, con una tibia condescendencia, como sucede cuando contemplamos a quienes fuimos en épocas lejanas e inaugurales en las que estábamos desbordados de ingenuidad y de ímpetu. Pero también con el ánimo ligero de quien afronta la vida con alegría y con el orgullo sin soberbia ni ufanía de haber obrado con firmeza y responsabilidad.
El orgullo es una virtud moral cuando no paraliza o acompleja, y cuando hay motivos para sentirlo. Creemos tener algunos, sin fatuidad. Sabrán ustedes disculpar.
El primero: que hemos sobrevivido diez años. Hemos sobrevivido diez años en un ecosistema que devora medios.
El segundo: que hemos erigido una institución con brújula y vocación de servicio. Que no hemos sacrificado ninguno de los valores y preguntas centrales de nuestra misión (al contrario, los hemos complementado con otros nuevos), y hemos ido actualizando y matizando las respuestas. Quizá se pueda decir en resumen que hemos forjado, como medio, una identidad.
El tercero: que hemos construido una línea editorial y ética no infalible pero sí independiente, honrada, coherente y estable, alejada del oportunismo y la ocurrencia, con investigaciones y coberturas que fueron clave en nuestras vidas profesionales o simplemente en nuestras vidas.
El cuarto: que nos empeñamos en traer al centro temas, voces, ideas, que merecían el centro pero estaban en los márgenes, y a veces lo logramos.
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El quinto: que hemos hecho cómplices y amigos y redes y hemos conocido a gente que nos dijo que nació a la vida cívica leyendo Plaza Pública, que hemos contribuido a construir una ciudadanía más informada y crítica, cuyo aprendizaje ha discurrido en paralelo al nuestro.
El sexto: que hicimos como si no existiera el periodismo de declaraciones (“dijónimos”, lo llamó uno: sinónimos de “dijo”), que estuvimos en todo el país, pisando agua, tragando polvo, casi todos los años, que logramos inculcar a muchos jóvenes reporteros que no todo lo que dice el presidente o una autoridad es relevante, que puede ser más relevante lo que cualquier ciudadano tiene que contar, que deben tener ímpetu intelectual y criterio selectivo o de lo contrario serán fácilmente portavoces del poder en lugar de periodistas.
El séptimo: que armamos un programa de formación de periodistas universitarios primero, y luego uno de periodistas departamentales, y que de todos ellos han salido jóvenes que han ganado desde el premio nacional de periodismo hasta otros regionales.
El octavo: que vimos florecer entre nosotros y en otros lugares una nueva y fabulosa generación de columnistas; que, lejos de hablar ad baculum, ofrecen con humildad y meticulosidad su conocimiento, su tiempo y su sensibilidad.
El noveno: que hemos publicado 4 revistas y 6 libros (y ya viene el séptimo) y otro más se derivó de nuestra cobertura de la caravana migrante, bajo otro sello, que hemos experimentado el calor del apoyo desinteresado en los momentos críticos, que hemos ayudado a otros colegas y tejido redes de colaboración, ofrecimos compañía y fuimos acompañados.
El décimo: que tenemos un plan, un horizonte, un ojalá.
El de un periodismo más completo, que ponga un ojo en la denuncia y otro en soluciones probadas o innovadoras y viables, el de un periodismo que muestre las dificultades y estructuras, pero sin resultar paralizante: que evidencie también las posibilidades, las capacidades, las vías. El de una publicación que se abra aún más a la divulgación del pensamiento, el conocimiento y la ciencia.
Y sobre todo, el objetivo de un medio que busca concretar por fin su vocación original, explícita pero relegada: ser centroamericano, o más centroamericano: centroamericano del norte, por decirlo de alguna manera.
Guatemala, Honduras, El Salvador. Ese es nuestro impulso. Ahí estarán empeñados, si todo sale bien, nuestra piel y nuestro sudor cuando pasen los más de 315 millones de segundos que tiene la próxima década.