El 26 de agosto, en la ciudad de La Habana, una de las más grandes y consolidadas fuerzas insurgentes de la región (FARC-EP) firmaba finalmente un amplio acuerdo de paz con el Gobierno colombiano. No es un simple final de las hostilidades. Es un amplio y ambicioso programa de reformas políticas y económicas que pueden llevar al país a satisfacer de manera sostenida las necesidades básicas y fundamentales de su población.
No es tampoco, como se ha hecho creer dentro y fuera de Colombia, un pacto de impunidad, parecido a los que se firmaron en El Salvador o en Guatemala. En el anexo I de ese acuerdo, donde se propone una ley de amnistía, queda más que claro el derecho inalienable de las víctimas, de ambos bandos, al resarcimiento y a la justicia. Y si bien se concede amnistía de iure a los delitos políticos —rebelión, sedición, asonada, conspiración—, para la cual se establece todo un entramado jurídico que permita que la justicia transicional tenga sentido y eficacia, no se amnistían delitos de lesa humanidad como «el genocidio, los graves crímenes de guerra, la toma de rehenes u otra privación grave de la libertad, la tortura, las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada, el acceso carnal violento y otras formas de violencia sexual, la sustracción de menores [y] el desplazamiento forzado, además del reclutamiento de menores, de conformidad con lo establecido en el Estatuto de Roma» (artículo 22, inciso c, párrafo a, de la ley de amnistía).
Los criminales de guerra de uno y otro bando podrán y deberán ser juzgados, lo que no niega que todos los demás miembros de las fuerzas insurreccionales puedan participar abiertamente en la disputa política.
Fueron cuatro largos años de negociación, de idas y venidas, de avances y retrocesos. Importantes para el logro del acuerdo fueron el esfuerzo y la tenacidad de los países garantes del acuerdo, Cuba y Noruega, que a pesar de la frialdad de los demás países, en particular los de la Unión Europea, se empeñaron en estimular y fortalecer las negaciones y los acuerdos. El caso noruego es significativo porque, a pesar de la llegada al poder de un gobierno marcadamente de derecha, neoliberal y nacionalista en 2013, el entusiasmo y la responsabilidad respecto a la paz colombiana se mantuvieron hasta el final, tal y como lo había impulsado el gobierno socialdemócrata en 2012.
Si hay una artífice de la paz latinoamericana, ella es Noruega, que sin aspavientos se ha impuesto la tarea de estimular y promover las negociaciones políticas.
Lamentable, por decir lo menos, fue en consecuencia la ausencia del presidente de Guatemala en la firma de tan importante acuerdo el 26 de agosto. El presidente Morales prefirió vestirse de estricto tacuche blanco diez días antes para la toma de posesión de Danilo Medina en República Dominicana y brilló por su ausencia en este trascendental acto que ratificaba la vocación latinoamericana por la paz. Porque, si bien es cierto que la violencia común recorre el continente de sur a norte, hay en sus sociedades el firme compromiso de tratar de resolver las disputas políticas de manera democrática o al menos sin llegar a la violencia armada.
Las fuerzas progresistas brasileñas han dado, en ese sentido, muestras fehacientes de vocación democrática y pacífica. Ante el golpe de Estado perpetrado por los sectores conservadores y corruptos del país, han retomado las calles, han continuado el debate en los medios de comunicación alternativa, ya que los grandes medios se asociaron abiertamente al golpe, y se negaron en todo momento al uso de la fuerza y de la violencia, tal y como era la expectativa de los golpistas.
La firma del acuerdo de paz en Colombia pone punto final a una parte del conflicto armado, de manera que se abren las puertas a la construcción de la paz y se obliga a la guerrilla del ELN a que acuerde no solo el cese al fuego, sino su incorporación a la vida política del país.
De ahí que sea indispensable y necesario el triunfo del sí en el plebiscito del 2 de octubre, ya que de esa manera se estará dando paso a la instrumentación de los acuerdos, a la puesta en acción de una política social y económica que oriente al país hacia el cierre de las desigualdades. Es también por ello que quienes insisten en el sí no sean los sectores oligárquicos, los grandes dueños de la tierra, porque el acuerdo, si bien no modifica significativamente la estructura agraria colombiana, sí abre las puertas al desarrollo rural con visión de conjunto. Los que hasta antes del 26 de agosto negaban la posibilidad de su firma ahora se arrinconan en el cuestionamiento genérico de los acuerdos, incapaces de mostrar abiertamente que lo que buscan es que Colombia continúe humillando a sus pobres como lo ha hecho por siglos. Siguen en ello el ejemplo guatemalteco: se firmó la paz y se contuvieron la represión del Ejército y la lucha rebelde, pero los problemas estructurales continuaron, de modo que sus beneficiarios multiplicaron el saqueo de los recursos naturales y la expoliación de los trabajadores. El sí dará instrumentos jurídicos poderosos para que eso no suceda.
Hoy el Antonio Bernales de Neruda resurge del río Magdalena para que se le recuerde, se le oiga arrastrar un nombre que no puede morir: «Apenas nombre, entre los nombres, pueblo». Ahora el Aquiles, ese que Fuentes se resistió a narrar mientras la paz no llegara, aparece con toda su esperanza, clamando para que los de ahora no sean asesinados en otro vuelo infame. Los sicarios, es cierto, no han desaparecido, ni los que en la noche acribillaron a Bernales ni los que con la protección de los poderosos acribillaron a Carlos Pizarro.
El sí del 2 de octubre permitirá que la rebelde Clarisa de doña Soledad Acosta pueda enfrentar no solo el patriarcado humillante, sino todas las formas de opresión de género y clase, y que el Arturo Cova de Rivera ya no tenga que atestiguar la esclavitud impuesta por los depredadores de la selva y el bosque.
Colombia es hoy la esperanza de nuestro continente. Su paz será la puerta a formas diferentes para el debate político y la lucha por el poder. El fracaso de los acuerdos guatemaltecos no tiene por qué ser el espejo del futuro colombiano.
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