Quemar al cochino, vil, engañoso y siempre malparado diablo. Lejos de ser una criatura con cuernos y pezuñas afiladas, creo que al diablo lo llevamos dentro: percepciones, inseguridades, miedos. Y digo esto porque me veo en la necesidad de trabajar a diario con los diablos ajenos y darme riata con los propios en el tiempo libre.
Miedo. Miedo cotidiano, miedo irracional, miedo humano. Este, creo, es el sentimiento que alimenta nuestros diablos y los mantiene tan vitaminados.
Encontré al diablo una vez. Frente a frente, en un cuchubal de viejas. Tres miedos juntos para esta mortal: mi fundado pánico por las hordas de mujeres sonrientes, el asumirme desocupada, banal y lo suficientemente vieja como para ser invitada a participar en un cuchubal y verme (por voluntad propia) involucrada en los actos de injuria que seguramente se llevarían a cabo contra las demás participantes (dependiendo de quién se fuera de la fiesta primero).
A esa reunión llevé un pai de higo, un sobre decorado para entregar mi cuota y la convicción de no volver jamás. Y justamente fue así: por salud mental decidí irme demasiado temprano y dejar mi dignidad, honor y credibilidad en manos del diablo al cerrar esa puerta. En una sola mañana me convertí en resbalosa, shuma, salida del guacal, social climber, ladrona, quitamaridos y hasta bruja. Y eso que, de todos estos adjetivos, me he ganado a pulso solo dos.
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Y sigo convencida: el diablo habita entre estos grupos de mujeres reunidas con el único fin de matar el tiempo y tener un espacio en el cual hacer competencia pasiva.
Y entiendo el rechazo hacia mi persona. No califico como miembro: soy pésima para ese deporte extremo que es descargar frustraciones que surgen al compararme con otras mientras mantengo una sonrisa dibujada.
Pero más sabe el diablo por viejo…, dice el refrán. A mis casi 40 vueltas al Sol he aprendido que la vida y su tortuoso transcurso nos transforman. Nos afectan. Y que los cuentazos recibidos nos hacen mejores. Esa es mi experiencia personal, pero ¿cómo pedirle sensatez a quien no vive para sí, sino para los demás?
La mejor de las intenciones puede convertirse en el peor de los infiernos cuando el diablo manda y un espacio destinado a convivir se convierte en sala de juicios (¿de qué es que dicen que está construido el camino al Hades?).
A mi parecer, el problema es que la intención inicial del grupo podría ser la de compartir y mantenerse en contacto. Pero al calor de los lattes y los volovanes, esta se convierte en una guerra por demostrar quién es más docta en moralina barata y, como poseedora de la verdad, asume el derecho de opinar acerca de cómo los demás deberían llevar su vida.
Somos seres gregarios. Tenemos el muy humano impulso de buscar un espacio para compartir y sentirnos comunidad. La pertenencia es una necesidad básica. Pero, según experiencia en pellejo propio, esto estaba lejos de suceder en el contexto cuchubalesco ese.
Esa mañana desayuné con el mero diablo: inseguridades, hipocresías, colmillos y garras de acrílico decorado. De terror. Pero no fueron la violencia, la falta de empatía o la fuerza que brinda el grupo para lanzar comentarios mierda (como sucedería en una lapidación bíblica) los que me asustaron. Tampoco fueron la histérica ceguera ante las fallas propias o los recalcitrantes juicios.
Me aterrorizó cómo todas las demás participantes se quedaron a escuchar. Cómo participaron asintiendo sin cuestionamiento ni juicio. Aceptando, aumentando y repitiendo hasta que la injuria se convirtiera en verdad incuestionable. Y es que han de estar aterradas pensando que pronto les llegará su turno.
Impresiona lo fácil que es desvalorizar y agredir a otros cuando no están frente a nosotros. Y ser hipócritas cuando sí lo están.
No se cómo justificar esa espantosa necesidad de apedrear a morir a quien decida vivir una vida diferente a la nuestra. Y que lo hagamos por sana diversión, por distraernos de nuestro infierno cotidiano de superficialidad, no se vale. Y el diablo seguramente estará de acuerdo conmigo. Lo sé: ni él ni yo confirmamos asistencia a la siguiente reunión. Y es que a ambos nos dan miedo los cuchubales.
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