El proceso electoral concluyó este 20 de agosto con una agradable sorpresa: por primera vez en setenta años, una mayoría de ciudadanos ven el futuro con optimismo gracias a que el candidato ganador es el hijo del que para muchos ha sido el mejor presidente de toda la historia del país, Juan José Arévalo. La remembranza de la revolución democrática que ocurrió de 1944 a 1954 es, quizá, una de las pocas épocas que genera alegría y expectativa a muchos ciudadanos, y esa esperanza de revitalizar una nueva primavera democrática es lo que se menciona más a menudo en las muestras de júbilo que ya se empezaron a multiplicar por todas partes. Indudablemente, en este momento histórico hay muchas razones para celebrar.
La primera razón para festejar es que se derrotó en las urnas al más burdo y sistemático intento por alterar el voto popular: en primera vuelta se descalificaron candidatos y se le otorgó ventaja a los candidatos oficialistas, al permitírseles campañas con pocas restricciones mediáticas y de uso de fondos públicos para incentivar proyectos políticos; en segunda vuelta, la feroz campaña de desinformación que pretendía confundir y desalentar la adhesión al candidato del Movimiento Semilla, sin contar con las amenazas institucionales y legales que alentaron miles de conjeturas sobre acciones judiciales y persecución penal que nunca se materializó. Al final, ni las maniobras legales, ni las amenazas institucionales, ni la campaña de desinformación alteró la determinación ciudadana, que finalmente le ha dado a Bernardo Arévalo el triunfo electoral.
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La segunda razón es que, por primera vez desde 1985, emergió un voto cualitativamente diferente al que había predominado en las elecciones desde 1990 a la fecha: la tendencia a votar por los candidatos que se identificaban como «los menos malos». En esta elección, un segmento joven y entusiasta abogó por el voto basado en la expectativa de cambio y en el convencimiento de que la opción elegida era la mejor, no tan solo la menos perversa. El análisis de la propuesta de Arévalo, la trayectoria profesional del candidato y su entorno partidario demostrarían igualmente que Semilla y Arévalo eran la mejor opción que el guatemalteco disponía en el actual proceso electoral.
La cautela, sin embargo, debe prevalecer. Aunque hay razones para festejar, también las hay para ver el futuro con cautela: en primer lugar, Bernardo y Semilla emergen como ganadores accidentales en un proceso atípico que permitió el triunfo de esta opción, gracias a una serie de coincidencias únicas que, difícilmente, se repetirán en el futuro. La hazaña de Semilla en primera vuelta puede verse de esa forma como una victoria pírrica, por lo que Bernardo Arévalo debe tener los pies firmes sobre la tierra y no sentirse el ganador únicamente basado en sus propios méritos.
El segundo elemento de precaución es el dominio político que los adversarios tienen sobre el sistema: controlan prácticamente todas las instancias de rendición de cuentas horizontal, por lo que fácilmente pueden hacerle la vida de cuadritos al nuevo presidente electo. Además, el diseño institucional del Estado está orientado a crear y alentar el sentimiento caudillista, ya que el sistema se amolda fácilmente al jefe de turno. Desde esa perspectiva, los funcionarios de Semilla tendrán una dura prueba, ya que es más fácil corromperse y disfrutar de los beneficios que otorga el sistema, que empezar la ardua tarea de transformar el entorno anómico que les rodea. Bien dice el dicho que en arca abierta, hasta el justo peca. Veremos en las próximas semanas, o meses, de qué está hecho el nuevo presidente y su equipo, especialmente cuando varios de ellos tienen fama de intransigentes y cerrados a la crítica.
Conozco al nuevo presidente y a muchos de su equipo, por lo que no dudaré en celebrar sus aciertos, pero también de señalar sus posibles fallos e inconsistencias, ya que el nuevo gobierno debe entender que no puede darse el lujo de fallar. Guatemala merece una oportunidad de cambio, y aunque de forma fortuita e inesperada, hoy tenemos la oportunidad de oro que muchos de nuestros antepasados hubieran querido tener.
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