Desde que Guatemala inició su tránsito del autoritarismo militar a la democracia en la década de los 80, el sistema político e institucional de Guatemala ha venido en una curva descendente de deterioro y de crisis recurrentes, agravadas dramáticamente desde que en abril del 2015 empezó la cruzada contra la corrupción.
En buena medida, la puerta que permitió la captura profunda de la institucionalidad del Estado fueron las reglas electorales, que afianzaron redes clientelares y de nepotismo bajo las insignias de los casi inexistentes partidos políticos. En dichas redes, el talón de Aquiles fueron la falta de control efectivo del financiamiento electoral y la propaganda anticipada, las cuales consolidaron una cultura política basada en el cortoplacismo, la demagogia y la mentira. Las 62 políticas públicas vigentes, que en su mayoría pecan de ser prácticamente irrealizables, son una muestra de esa cultura grandilocuente basada en esperanzas espurias.
La última muestra de esa cultura demagógica es el lanzamiento hace unos días de los objetivos de desarrollo sostenible (ODS). ¡Guatemala ni siquiera cumplió con los objetivos de desarrollo del milenio (ODM), que eran concretos y puntuales, y ahora anuncia la adopción de esos objetivos complejos y difíciles de alcanzar!
No hace falta mucho para descubrir en el día a día las mil y una muestras de cómo ante la ausencia del Estado se multiplican las respuestas privadas y semiprivadas que atentan cotidianamente contra las normas de una coexistencia mínima: calles y aceras privatizadas, parques manejados a sabor y antojo, grupos sociales que asumen funciones de vigilancia y control, etc.
Desde el punto de vista de la institucionalidad estatal, muchos relatos podrían contarse sobre las precariedades con las que las instituciones públicas deben operar: el último de estos relatos es el que cuentan las actuales autoridades del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS), un ministerio debilitado, con arcas semivacías y con una precariedad que es digna de un cuento de terror. ¿Cómo se espera que una de las instituciones pilares de las múltiples políticas públicas vigentes cumpla su papel en esas deplorables condiciones institucionales?
Para muestra de esa debilidad, solamente dos detalles. Primero, el gasto promedio en salud como porcentaje del producto interno bruto (PIB) de Guatemala nunca ha sido mayor que el 2.5 %, mientras que la mayor parte de los países desarrollados invierten en promedio más del 9 % del PIB. Por ejemplo, Alemania destinaba un 9.53 %, Estados Unidos un 8.46 % y Costa Rica un 6.62 %. Incluso Honduras destinaba un 4.42 %, muy por encima de Guatemala, que apenas invertía un 2.33 % del PIB. El segundo detalle es aún más espeluznante: estimaciones de las autoridades del MSPAS daban cuenta de que cerca del 60 % del personal del ente estaba contratado bajo la variedad de renglones temporales (029, subgrupo 18, etcétera), algo que ya ha sido reiteradamente declarado como un fraude de ley por el sistema judicial. Ello conlleva múltiples consecuencias institucionales y laborales, pero también materiales, si en algún momento se quisiera resolver este problema tan grave y profundo. ¿Con qué recursos humanos y materiales puede operar una institución cuando cuenta con tremendas debilidades presupuestales y de personal?
Las carencias institucionales son tan fuertes y profundas que no existe una solución fácil ni de corto plazo para resolver tantos problemas acumulados. Lamentablemente, mientras no le entremos de lleno a esta discusión, seguiremos soñando lo irrealizable, como hace el actual gobierno, que emprende el camino de los ODS a sabiendas de que no cumpliremos las metas. ¡Lamentablemente, seguimos esperando a Godot!
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