Para el domingo 25, están programadas las elecciones generales para designar a titulares de más de 4,000 cargos públicos en Guatemala. Según información del Tribunal Supremo Electoral (TSE), el padrón electoral consta de 9.3 millones de personas.
Sin embargo, no todo es miel sobre hojuelas en un proceso que ha estado plagado de señalamientos que, a estas alturas, ponen una enorme sombra de duda sobre los resultados.
De acuerdo con la ley, el TSE es el organismo de mayor autoridad en materia electoral en el país. O, en todo caso, debiera serlo y, por lo tanto, integrarse con personas profesionales de la más alta estima y trayectoria impecable. Así lo fue el TSE que presidió, por ejemplo, Arturo Herbruger Asturias, cuya honorabilidad y capacidad jamás fueron puestas en tela de duda.
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Por el contrario, la composición actual del TSE antagoniza con aquella que hizo brillar y generar confianza en los procesos electorales. Quienes integran el ente a cargo de las elecciones no solo contienen personas que falsificaron sus credenciales académicas. También se trata de personas que carecen de idoneidad y conocimiento, amén de que responden a intereses ajenos al bien supremo que deben proteger: la voluntad ciudadana en las urnas.
Desde el inicio del proceso actual ha sido visible el uso arbitrario de la ley y la aplicación discrecional de normas ante distintas candidaturas. Por ejemplo, a candidaturas incómodas al sistema como la de la lidereza Thelma Cabrera y el ex Procurador de Derechos Humanos (PDH), Jordán Rodas, se les impide el registro. A tal grado que todas las instancias del sistema de justicia, en manos del interés del pacto de corruptos, falla reiterando la negativa de inscripción. En tanto que otras candidaturas complacientes con el pacto, se les tolera incluso el que tengan solicitudes de extradición o vínculos más que evidentes con estructuras criminales.
Pero por si eso fuera poco, otras candidaturas no precisamente antisistema conservador han sido rechazadas. Tales los casos de Roberto Arzú y Carlos Pineda quienes, siendo candidaturas de la derecha, también quedaron fuera del proceso. En el caso de Pineda, esencialmente porque estaba, como quien dice, chupando llanta a la candidatura potencialmente preferida del pacto y con este del sistema. La hija del general condenado por genocida, así como los sicarios judiciales que han destruido la lucha contra la corrupción, veían que su carreta electoral caminaba casi sin objeciones.
La máquina legal se aprovechó para ello. No obstante, las maniobras tan obvias de favoritismo hacia una candidatura en particular, no han pasado desapercibidas para la sociedad. El rechazo ciudadano a la hija del genocida es tal que no le auguran llegar siquiera a la segunda vuelta.
Entonces, el plan B, o ese plan hormiga que ha estado montándose pasito a pasito, saldrá a dar la batalla. En este, el TSE ha sido pieza clave. Primero, desintegrando las juntas electorales departamentales que tenían experiencia previa y conformando otras con personas sin idoneidad para tal fin. Segundo, creando un sistema electrónico que a estas alturas carece de confiabiidad en su desempeño, a tal grado que el TSE no tuvo director de sistema de cómputo a lo largo del proceso.
Es decir, en el caso de que la voluntad ciudadana se incline por confirmar lo que en encuestas de diversa índole y sentir ciudadano se plantea, el sistema a cargo del TSE, dará paso al plan B. De manera que, si pese a todo lo realizado, a la violación flagrante de la ley electoral, a la arbitraria negación del derecho de toda persona a elegir y ser electa, las candidaturas favoritas no suben, se podría hechar mano del sistema electrónico para asegurarle llegar al balotaje.
La pregunta del millón es, entonces, ¿cuánto está dispuesta la sociedad a permitir un fraude como el que contiene el plan B del pacto?
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