Durante muchos años he soñado una Guatemala diferente, en la que pueda sentirme orgulloso de mis raíces, disfrutando de la calidez e ingenio de sus habitantes, así como de sus increíbles paisajes, en medio de una naturaleza exuberante y repleta de recursos naturales y humanos que cualquier sociedad envidiaría.
Siempre he pensado que los guatemaltecos tenemos todos los ingredientes necesarios para ser una nación próspera, solidaria, inclusiva y en paz. Muchos guatemaltecos son chispudos, chambeadores y tenaces, ejemplo de ello un muchacho que conocí una noche y quien, armado con su caja, iba de restaurante en restaurante en la zona donde estaba. Su cometido era vender golosinas y su ingenio, su mejor arma: sabía cómo entablar conversación, cómo ofrecer y convencer a los comensales. Lo mismo puedo decir de unos simpáticos jóvenes en Antigua Guatemala que llevando cafeteras a su espalda, se las han ingeniado para inventar. Ejemplos de estos abundan en nuestro país.
Siempre que encuentro realidades sublimes como las anteriores, la realidad se encarga diariamente de mostrarme las múltiples inercias negativas que prevalecen en este bello, pero conflictivo país. Quizá la clave de todo sea el viejo refrán: pueblo chico, infierno grande. No sólo por la costumbre de los pueblos pequeños de magnificar los chismes (que abundan en nuestro país) sino por la muy arraigada costumbre de desvalorizar sistemáticamente todo lo que puede salir de nuestra sociedad, en una espiral eterna de conflictos que parecen nunca acabar.
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Esta costumbre de descalificar al contrario impide trascender hacia una realidad más prometedora: cada sector pretende impulsar proyectos que probablemente sean positivos en otro contexto, pero que, en el seno de nuestra sociedad, generan conflictos interminables. Contamos igualmente con logros memorables, pero que lejos de producir orgullo y unidad, nos desgarran en interminables críticas y descalificaciones. Por ejemplo, tenemos el gran orgullo de tener dos premios Nobel, pero cada uno es duramente criticado por un sector de la población, por diversas razones.
A lo largo de mis vivencias en este país, he atestiguado que muchos hombres y mujeres tenaces, ingeniosos y trabajadores, sin importar cuánto esfuerzo realicen, jamás logran sobresalir como lo harían en otras sociedades donde el mérito sí cuenta. En Guatemala, lamentablemente, los mejores puestos siempre se reservan para el familiar, el amigo o el miembro confiable del clan al que pertenece el jefe de turno: la «cuellocracia», como coloquialmente le llamamos.
La entrevista publicada por un destacado medio digital sobre las declaraciones del expresidente Otto Pérez nos ilustra esta Guatemala dividida en varias fratrías o clanes que siempre han pugnado por el control del Estado. Desde esa perspectiva, la política guatemalteca es el eterno intento de expulsar del escenario público a todo aquel que no pertenezca al clan en el poder, por lo que una vez que llega el clan contrario, se produce la persecución y descalificación de los contrarios, tal como ha ocurrido en Guatemala desde 2019. Ese impulso depurador, sin embargo, solamente alimenta la llama eterna del enfrentamiento, la descalificación y el conflicto, con lo cual estamos condenados eternamente a repetir nuestros errores: una maldición de Sísifo, ampliada.
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En medio de esta Guatemala inconclusa, inviable e imposible, seguimos sin aprender las lecciones que nos ha legado la historia. El ejemplo más destacado es indudablemente la Sudáfrica de Nelson Mandela: justo cuando todos esperaban una vigorosa acción en contra de los sectores blancos, que habían discriminado severamente a la mayoría negra, Mandela hizo todo lo contrario, buscando los caminos de reconciliación y trabajo conjunto que, aunque no han terminado de consolidarse, nos dejaron un magnifico ejemplo de cómo se construyen las sociedades realmente incluyentes y en paz.
Mientras la guerra de clanes siga vigente en Guatemala, la guerra de todos contra todos seguirá negándonos sistemáticamente ser una nación próspera, incluyente y en paz.
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