Aurora y Nehemías son dos niños afectuosos, simpáticos y curiosos, pero un poco tímidos por nuestra idiosincrasia cultural. Los conocí hace dos años aproximadamente, cuando acompañaban a una niña que viene desde la comunidad Los Pinos, que queda después de la presa. Zaida los invitó a venir a la biblioteca porque ella viene diariamente y creyó que era buena idea que ellos pasaran aquí la tarde. Inmediatamente noté que su talla y su peso eran como de niños tres años menores. Los incluimos dentro de un programa de refacciones escolares en el que semanalmente se les entregan a los niños algunas raciones de bebida nutricional para que coman algo antes de ir a estudiar. Su papá, don Ernesto, es muy cuidadoso con ellos al andar por la calle. Posiblemente por su avanzada edad, siempre los toma de la mano. Desde entonces ambos traen diariamente, en un pequeño morral, una botella plástica llena de atol, que beben cuando tienen hambre. Comenzaron armando rompecabezas y coloreando. Al ver que todos los niños hacían tareas, mostraron interés por aprender otras cosas. Con un poco de aprestamiento demostraron ser muy disciplinados y dedicados. Una tarde, un par de meses después, Aurora se acercó a decirme:
—Seño, ya me voy de regreso para mi casa [a su comunidad].
—¡Oh! —respondí con asombro y con un dejo de tristeza—. ¿Cuándo se van?
—Mañana temprano, pero quiero darte algo para que no te sintás triste por mí —explicó.
Y mientras me abrazaba, me entregó su botellita de atol, que sacó de su morral.
Ninguna experiencia anterior en actividades de proyectos sociales, nada de lo que he aprendido de mi comunidad, habría podido prepararme para un porrazo emocional como ese. Tuve que aceptar aquel valioso obsequio, lleno de tantos sentimientos, al ver la nobleza de su gesto de concederme su alimento a pesar de que ella misma lo necesita. Esa historia de las idas y venidas de y a la comunidad se repitió tres o cuatro veces cada año. Cada tiempo de siembra y de cosecha se ausentaban por un par de meses. Al terminar el trabajo agrícola, volvían.
Comúnmente desafiamos varios conflictos sociales en la provincia. Primero, la total ausencia de programas de empleo y de programas de apoyo para personas de la tercera edad. Además, somos víctimas de un sistema educativo hecho a la medida de unos, pero incapaz de adecuar el ciclo escolar a la realidad de vida del resto de la población. Esto, sin hablar a fondo del control de la natalidad (tema para una próxima columna). En mi pueblo, las personas subsisten de la agricultura, pero no encuentran mayores alternativas. Vivimos en una localidad donde las tierras son de vocación forestal, no hortícola, razón por la cual familias enteras migran por períodos como mano de obra barata para cosechar café y banano en otros lugares y países.
Esta historia parece tener un final feliz. Se consiguió coordinar con personas solidarias el apoyo preciso para hacerles frente a las necesidades: don Ernesto accedió a que sus hijos se quedaran en el pueblo durante las temporadas en que él y su esposa deben viajar. Algunas personas aportan financieramente para cubrir los gastos. Desde marzo asisten a un colegio particular que les otorgó media beca y les ofrece la atención especializada que necesitan para su nivelación. Conseguimos los uniformes buscando entre los que han olvidado alumnos de años anteriores. La señora que vende en la tienda del colegio colabora brindándoles una refacción. A partir del martes de esta semana vivirán cortas temporadas en una residencia estudiantil donde personas capacitadas les ofrecerán los cuidados y el acompañamiento necesarios mientras papi y mami regresan de la cosecha.
Pero ¿qué hay de las otras Auroras y de los otros Nehemías, esos miles de niños de comunidades que no tendrán la suerte de encontrar espacios ni personas que los respalden? Ya es tiempo de crear políticas públicas para conseguir que algún día el sistema atienda sin arbitrariedades y que el desarrollo humano llegue a toda la población.
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