Fotografía de Alfredo Barrutia.
Hace dos semanas hablamos de desigualdad. De irregularidades sistémicas que, por diseño, permiten a unos pocos invertir en un árbol de Navidad de dos millones y medio de quetzales mientras tantos otros intentan buscarse su próxima comida sufriendo más de la cuenta. A los primeros (esos pocos con poderes y saberes especiales) les dedico esta columna.
Bien, cuando hablamos de privilegio, hablamos de ventajas fortuitas en relación con nuestros semejantes. De prebendas enviadas del cielo. Normalmente, estas se manifiestan como oportunidades especiales que la persona promedio no tiene por razones de injusticia social. Los privilegiados somos superminoría: esto es lo primero que debemos comprender. Somos tremendamente dichosos en un mundo desdichado. Lo segundo que debemos saber es que esa situación ventajosa nos es dada por fortuna, no por mérito. Solo al aprovecharla responsablemente (al honrarla) nos hacemos dignos de ella. Por último, es imprescindible reconocer nuestra influencia desproporcionada en la arquitectura sociocultural. Mientras las mayorías son ignoradas y excluidas sistemáticamente del sistema político, nuestras opiniones (por muy irrisorias que puedan ser, y muchas veces lo son) tienen un peso arrollador. Así pues, nacer con privilegios es una forma de empoderamiento por default para interrumpir el estado injusto de las cosas. El privilegio es, en definitiva, una herramienta idónea para hacer el bien. Se puede aprovechar o desperdiciar, pero nunca permanecer neutral. Por su naturaleza misma, eso es imposible.
Lo grave de todo esto es que, mientras las élites privilegiadas se mantengan serviles a los poderes constituidos y a su establecimiento preservando jerarquías patriarcales, vigorizando patrones de exclusión, adjetivando procesos perversos como democráticos y perpetuando los mitos (capitalistas, clasistas, sexistas, racistas, institucionalistas, etcétera) que les dan forma a nuestras repúblicas de papel, las opciones de transformación social profunda se desploman por debajo del mínimo viable. La insensatez de despilfarrar privilegios o, peor aún, de utilizarlos dolosamente para procurar la continuidad de estados hegemónicos es indefendible, sobre todo en un país tan desigual como Guatemala.
Ciertamente cuesta pensar en un veneno más nocivo para el bien común que la racionalización de estructuras de concentración de poderes y oportunidades en pocas manos. Quienes gozamos de posicionas ventajosas porque fuimos al colegio y a la universidad, porque crecimos bien alimentados, porque podemos recurrir a las cortesías que ofrece un capital social amplio y vigoroso, somos muy pocos en Guatemala y estamos llamados a utilizar estos poderes con máxima responsabilidad y con conciencia colectiva.
Nos es reclamado, pues, un gran quehacer de justicia social desde el espacio que nos haya tocado administrar. En mi caso, no fue sino hasta que dimensioné mi propio privilegio en su justa medida cuando fui capaz de evaluar mi responsabilidad social y política correspondiente. Porque «un gran poder conlleva una gran responsabilidad» y, sí, el privilegio es mucho poder.
Sucedió que logré zafarme de la vida que estaba escrita para mí por la perversa pluma que esboza el statu quo, pero no me zafé de mis privilegios, ya que estos están inscritos en los sistemas mismos. Y como no pude sortear la mordida de araña radiactiva, entonces opté por abrazar un pensamiento crítico, radical y emancipador para canalizar mis poderes. Una postura contrahegemónica en fin. Hoy me considero un hombre feminista porque vivo en un mundo machista, tanto como soy un marroco de izquierda, un ladino en defensa de los pueblos y el territorio, un vegetariano con colmillos, un ecologista urbano y un pro-LGBT con novia. Porque cuando las hegemonías me lo exigen tomo partido claro, aunque el destino me haya colocado multidimensionalmente del lado privilegiado (sobre todo por eso).
¿Entonces? Yo lo tengo claro: toca hacer algo. Es deber de los grupos privilegiados emprender la refundación del Estado de Guatemala en clave plurinacional para subsanar exclusiones fundacionales de los Estados criollos, mestizos, contrarrevolucionarios y neoliberales que le dan contenido a nuestra historia política. Para ello debemos tener claro que la contrahegemonía solo se puede entender y conseguir desde las bases sociales, como el Codeca, el CPO, Waqib’ Kej y la Asamblea Social y Popular lo han venido advirtiendo. Por ahí va la cosa.
Es tiempo, pues, de invocar nuestro privilegio para desafiar al cacifismo hegemónico[1], bien equipados con un discurso coherente, validado por acciones cabales que nos permitan restaurar la esperanza perdida. Es la hora idónea para que los privilegiados conscientes de nuestra responsabilidad histórica #HagamosAlgo.
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[1] Como lo llama Marco Fonseca, profesor de la Universidad de York.
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