Fundar una ciudad o poblado conlleva no solo la construcción física, ocupación, distribución del espacio e instalación de autoridades, también implica dotarla de cultura, relaciones sociales, económicas, cosmogónicas (o espirituales) adecuadas a una visión objetiva del lugar fundado; ello compartido por la población asentada y por asentar. Nada de ello ocurrió en la pretendida fundación de Quetzaltenango en 1524.
La ocupación fue dominación violenta y momentánea. Fue un itinerario sangriento que atravesó Guatemala, llegó a El Salvador y retornó a territorio Kaq´chiquel y Tz´utujil a quienes, Alvarado, les declaró la guerra; aunque los primeros fueron inicialmente sus aliados. Esas primeras décadas de invasión no fueron para civilizar como aducen los cronistas, escribiendo décadas después de 1524, alimentando la leyenda rosa de dichos eventos.
«Civilizar» significa educar con equidad, respetar pensamientos diversos, vivir con dignidad, en paz y armonía, construyendo bienestar material y espiritual para todos. Como la invasión no produjo eso, los invasores eran «incivilizados». Lo que introdujeron fueron las armas bélicas, los perros amaestrados para destrozar a los «otros», el pensamiento violento, corrupción e impunidad y el condicionamiento religioso que sembró la desigualdad entre unos y otros.
Bernal Díaz del Castillo señala que, a raíz de la muerte de tantos líderes k´iche´s, muchos pueblos ya temían a Alvarado. Producto de los desmanes inhumanos de éste, la Corona le instituye un juicio denominado «proceso de residencia», en 1529, en el cual se acusa al Adelantado de haber prendido fuego a los señores k´iche´s por no haber satisfecho su desmedida demanda de oro.
Ocultar desmanes y negar la historia de los pueblos nutrió la colonialidad con el engaño en que vivimos, alentando triunfalismos falsos, sumidos en el confinamiento social y político y sumisos antes el discurso hegemónico colonial. Es hasta 1875 que se publican las obras-denuncia de Bartolomé de las Casas «Historia general de las Indias» y «La apologética historia sumaria» y otros escritos en 1848 y 1903. Por siglos se ocultó, con la complacencia de autoridades civiles, militares y religiosas, el terror imperante a través de la violencia y explotación de seres y territorios. Y ese miedo pervive y es el actual condicionamiento para plegarnos a los cantos ilusorios de la seguridad que ofrece el Estado sin poder brindarla, en tanto, entregamos voluntariamente nuestra libertad.
La fundación de ciudades por los invasores era «de asentamientos que no se construían al momento, a veces nunca. Marcaban el territorio como concesión legal, propiedad de los líderes de la expedición. Santo Domingo o La Habana se fundaron dos o tres veces (Veracruz se mudó tres), Francisco de Montejo fundó al menos cuatro asentamientos en la costa de Yucatán con el nombre de Salamanca, uno se construyó y ninguno conservó aquél nombre, eran ciudades que daban aspecto legalista a sus informes donde exageraban el progreso de la expedición.»
La motivación de la fundación era garantizarse la posesión y explotación de los territorios y para, exagerando y mintiendo, informarle al rey y pedir recompensas y privilegios. Se llamaban «probanzas de mérito», engrandeciendo sus propias hazañas e infravalorando o ignorando las de los demás. Buena parte de la mitología de conquista aparece en estas probanzas en que se ignoran o eliminan procesos, acciones o logros individuales ajenos. «Aún la Historia verdadera de Bernal es una probanza de mérito. Díaz quería recompensas; en 1552 pide una pensión después de treinta y seis años de servicio; en 1558 solicita al rey que se digne a concederle plenos favores.»
Entonces, la ignorancia de la historia, los hechos inventados o maximizados por los invasores, el temor instilado en nuestra subjetividad, la mentira y el discurso hegemónico nos hace creer que fundaron, por ejemplo, Quetzaltenango, y por nuestra sumisión pretendemos celebrar la tragedia sangrienta de 1524.
Este territorio es milenario, según el Popol Vuj:
«Estos son los nombres de la sexta generación: eran dos grandes señores, eran gloriosos: K´ikab se llamaba el uno, Kawisimaj se llamaba el otro…ellos extendieron el dominio k´iche porque, de verdad, eran de naturaleza prodigiosa…ciudadelas como las de los Saquelwab, de los Chuwi´Meq´ena´, Xelajú, Chuwa Tz´aq.» (Zaculeu, Totonicapán, Quetzaltenango y Momostenango).
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