No sabía que siete años más tarde, el 4 de febrero de 1976, me tocaría en suerte sufrir en todo el rigor de la palabra el terremoto de San Gilberto. Era entonces estudiante (de primer día) del cuarto año de la carrera de medicina. El sismo me tomó recién terminado mi primer turno y así comenzó mi vida hospitalaria. Salí del hospital Roosevelt casi un mes después.
Ya graduado, fui médico del Hospital Regional de Cobán en la época más cruenta del conflicto armado interno. Iluso yo, asumí la falsa esperanza que me invadió durante los meses posteriores al terremoto y, cuando se firmaron los Acuerdos de Paz, aseguré que nunca más volveríamos a sobrellevar un desastre. No sabía que tan solo un mes después de esa firma se desataría en Guatemala una epidemia de cólera morbus que, entre el 1 de enero y el 31 de diciembre de 1997, acumuló más de mil casos documentados. Alta Verapaz fue uno de los departamentos más afectados.
Vino luego un lapso de relativa tranquilidad, pero en 2009 hizo aparición el primer caso de gripe A (H1N1). A diferencia de los desastres anteriores, este se manejó con las pezuñas y no con la cabeza. Se minimizó su impacto, se impidió que los funcionarios de salud pública cumplieran a cabalidad con su cometido y se permitieron las aglomeraciones con las consecuencias funestas que eran de esperarse. Entre las víctimas recuerdo el caso de una colega médica que dejó en la orfandad a su hijo adolescente, un destacado alumno de educación media. La inacción del Estado fue manifiesta a ojos vistas. Solo en un centro educativo de nuestra localidad hubo más de 70 casos que no fueron documentados.
Pasada la crisis, dos enfermeras y cuatro médicos hicimos un análisis concienzudo del comportamiento de las acciones estatales y del comportamiento de la población durante y después de los desastres vividos desde 1969 (un terremoto y tres epidemias). Nos dimos cuenta entonces que íbamos de mal en peor. Tan mal que, cuando expusimos nuestros argumentos a grupos de profesionales, recibimos a título de respuestas, silencio o burlas. Para esos días yo ya había establecido contacto con la Sociedad Mexicana de Medicina para Urgencias y Desastres, A.C., a la cual llegué a pertenecer. Me había nacido una vocación alterna: el manejo intrahospitalario de pacientes en casos de desastre. Sin embargo, fue imposible establecer un derrotero. Los politiqueros (que no políticos) habían tomado cuenta ya de los ministerios y de cuanto estamento gubernamental existía. Cualquier intento realizado fue como arar en el mar.
Llegó el 13 de marzo de 2020, día signado por el primer caso de COVID-19 en nuestro país. La cauda es más que sabida. Según la doctora Karin Slowing: «Tres años más tarde se registran 1,238,950 casos y 20,182 fallecimientos confirmados, aunque los análisis de exceso de mortalidad muestran que el saldo de muertes supera ya los 67 mil fallecidos durante la pandemia, lo que incluye muertes por Covid-19 y también por otras causas»».
Si medimos el tiempo transcurrido entre cada desastre (natural o provocado por el ser humano): la epidemia de shigelosis (1969), el terremoto de San Gilberto (1976), los momentos más cruentos del conflicto armado interno (1982-1987), la epidemia de cólera morbus (1997), la epidemia de gripe A [H1N1] (2009) y la pandemia provocada por el virus del SARS-CoV-2, los lapsos de relativa tranquilidad duran entre diez y doce años. Y el reloj comenzó a correr de nuevo. ¿Qué nos depara el futuro cercano?
Por eso pregunto, la pandemia se está yendo, ¿y ahora qué hacer?
Valdría la pena preguntarle a cada binomio de candidatos presidenciales qué piensan de ello y si tienen un plan preconcebido para hacerle frente a estas repetitivas calamidades. A los diputados reciclados (y candidatos de primer hervor) y a los candidatos a alcaldes, mejor ni entablar diálogo con ellos. La mayoría no entendería de qué estamos hablando.
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