El 14 de febrero de 2012, un incendio provocó la muerte de 361 reos en el Centro Penal de Comayagua, Honduras. Recuerdo que, para amplios sectores en Guatemala, la noticia se simplificó en una idea central: aquí debería ocurrir lo mismo.
Debo admitirlo. No experimenté empatía por las víctimas de esa tragedia. Habría podido argumentar que no conocía a las víctimas o que los problemas de los hondureños no eran de mi incumbencia. Pero no hay mucha diferencia entre mi reacción y la actitud de quienes vivían cerca de los campos de exterminio nazi. En otras palabras, con la indiferencia legitimamos la construcción de un enemigo y los medios para su eliminación.
Si llevamos el asunto a un contexto aún más injusto y brutal, diez años después de la desaparición forzada del niño Marco Antonio Molina Theissen, su hermana Lucrecia sintetizó ese mecanismo perverso:
Una patología muy profunda se desarrolla en esa sociedad. Una patología que ha impedido que la sociedad misma proteja a cada uno de sus miembros y que se solidarice con las víctimas de tanto horror y tanta crueldad durante tanto tiempo. Una patología en la que se sustituyó —sin que fuera una mecánica adopción de palabras— el «siento la muerte de su hijo» por el «en algo andaba metido» y el «le doy mi más sentido pésame» por «el que nada debe, nada teme». Esos casi sortilegios mágicos se erigieron como pararrayos en todas las cabezas ciudadanas, y el que señalaba y culpaba de las muertes y desapariciones a los padres, a las familias y a las propias víctimas —sin dirigir su condena a los verdaderos criminales— se sintió libre de sufrir en propia carne la tortura, la muerte y la desaparición.
La tortura, la desaparición forzada o las ejecuciones extrajudiciales no se resuelven solo con mecanismos para la prevención de la tortura o con la persecución penal cuando corresponde. La vía en el largo plazo para evitar que se repitan las atrocidades del pasado es la construcción de un Estado basado en el consenso, donde se ejerza la democracia desde lo local. Por supuesto, el consenso pasa por la construcción de ciudadanía, por la educación y por la posibilidad de que las personas tengan algún control sobre sus vidas. Desafortunadamente, la oligarquía chapina, ignorante y temerosa, no ha entendido que la viabilidad de este país en el largo plazo descansa precisamente en construir un Estado democrático, que termine garantizando también sus inversiones y derechos individuales.
Por el contrario, asistimos a una coyuntura en la cual se financian campañas de odio contra el pluralismo jurídico y llamados oportunistas a aplicar la pena de muerte, que además realimentan de manera indirecta el imaginario de la limpieza social.
Vivimos todavía en lo que Atilio Boron denomina «capitalismo de excepción», en el cual, a falta de legitimidad, se ejercen la violencia y la coerción. Y uno de los problemas de un Estado débil, carente de amplios consensos, es que la violencia se ejerce contra la disidencia con facilidad, ya sea a través de los aparatos estatales o con nuevas modalidades de outsourcing, a través de organizaciones criminales. No en balde el narcotráfico se ha infiltrado en el Estado. Su lógica de dominación se expresa en casos paradigmáticos como el asesinato de los diputados al Parlamento Centroamericano (Parlacén) o la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa, Guerrero, México.
En la cita que abre esta columna está implícito que la violencia es un acto de poder y que como sociedad contamos con otras vías para construir un proyecto de nación viable. En ese marco, desde la ciudadanía tenemos la obligación de romper con la noción de la violencia como solución. Eso equivale a que en un incendio forestal tengamos como único recurso el uso de fuegos controlados, que pueden resultar más dañinos y letales que el problema que queremos combatir.
Recuerde que la violencia es un concepto poderoso, que se reproduce fácilmente y que casi siempre regresa a quienes hemos optado por la indiferencia.
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