En el campo de batalla, su caballo perdió la herradura. Rodeado por el enemigo y agitando su espada en el afán de no perder la vida, Ricardo gritó: «¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!».
El fuerte respaldo a una cuestionada candidata en las pasadas elecciones nos tiene preocupados. Se escuchan discusiones sobre su falta de idoneidad, sobre sus posibles nexos con el narcotráfico, sobre tráfico de influencias para participar al tiempo que impedía que otros candidatos lo hicieran. Pero lo que más se ve es la acusación de la venta del voto popular campesino a cambio de láminas y bolsas de alimentos. En mi comunidad he observado con ojo crítico este fenómeno y puedo asegurar que, si bien ese partido ganó con ventaja en las urnas, el voto de mis coterráneos fue hecho con auténtica esperanza. Podrán suponer que fuimos engañados, pero no es verdad.
Hablaré en primera persona porque me gusta incluirme dentro de la mayoría de los guatemaltecos, los de las comunidades campesinas. En mi tierra hay muchas fincas cafetaleras y cardamomeras ubicadas a grandes distancias de camino. En el trayecto se encuentran decenas de caseríos y comunidades. Cuando es época de corte, hay trabajo, aunque un poblador no siempre logra conseguirlo. La mayor parte del año, un padre de familia, si tiene suerte, encuentra uno que otro día de trabajo, que además es mal pagado. Debemos trabajar aproximadamente 80 días para ganar el equivalente a un salario mínimo. Esto hace casi imposible conseguir dinero en efectivo. Ni siquiera para una emergencia.
La desnutrición afecta al menos a siete de cada diez niños, cuya necesidad de estudiar los obliga a caminar largos recorridos. Ahí vamos, animados, bajo el sol y bajo la lluvia, rogando a Dios no enfermarnos, pues no tenemos dinero para medicinas y eso nos puede costar la vida —si es que no morimos antes por anemia —. Tenemos menos oportunidad de desarrollarnos que el resto de la población. El índice de desarrollo de un niño de mi comunidad está 54 % debajo de lo que se puede desarrollar un niño con educación y salud. Cruzamos grandes distancias para tener agua. Muchos no tenemos ni luz eléctrica ni dinero para candelas. No tenemos acceso a anticonceptivos, a salud, a justicia y tampoco a educación digna.
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Viaje usted al área rural y dese la oportunidad de conversar, sin prejuicios, con personas sencillas. Escuche personalmente testimonios como el de don Jesús: «Ellos sí nos daban ayuda. Nos daban dinero para los patojos. Y, además de poder apuntarlos en la escuela, hasta nos alcanzaba para comprar jabón, fósforos y azúcar. A veces hasta pagaba pasaje para ir a vender un poco de frijol al pueblo».
El partido en cuestión hizo trabajo desde hace años, claro, con el dinero de usted. Tal partido conoce lo que el pueblo necesita y actúa con alevosía. Por eso no cambian nuestras condiciones. Tal vez sería mejor investigar los poderes que encubre el próximo voto en contra. Las personas no vendemos nuestro voto. Tomamos oportunidades que pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte. No entregamos el país por una lámina. Es que el país no nos ofrece un modo de obtenerla. No traicionamos a la patria. La patria nos traicionó primero.
El pueblo habla. El problema es que no queremos entender. Si no se llevan oportunidades dignas a cada rincón, seguiremos buscando cómo liberarnos de la desigualdad y los demás tendrán que seguir mordiéndose la lengua y aceptando nuestro voto.
Por un clavo se perdió un reino
Por la falta de un clavo fue que la herradura se perdió.
Por la falta de una herradura fue que el caballo se perdió.
Por la falta de un caballo fue que el caballero se perdió.
Por la falta de un caballero fue que la batalla se perdió.
Y así, como la batalla, fue que un reino se perdió.
Y todo porque fue un clavo el que faltó.
(Poema atribuido a George Herbert).
Por la desigualdad se perdió un reino.
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