Eran las diez de la noche cuando recibí la llamada de un teléfono desconocido. Con el amén en la boca —como dicen por ahí—, respondí. Era Martita:
—Seño, acompañé a mi mamá al centro de salud, pero acá me dijeron que un nenito de la biblioteca acaba de fallecer.
—¿Qué? —pregunté (había escuchado perfectamente, pero no quería interpretar lo que significaba).
—¡Sí! —repitió Martita—. Acá está el papá. Dice que murieron dos de sus hijos.
Poco puedo recordar de lo que ...
Eran las diez de la noche cuando recibí la llamada de un teléfono desconocido. Con el amén en la boca —como dicen por ahí—, respondí. Era Martita:
—Seño, acompañé a mi mamá al centro de salud, pero acá me dijeron que un nenito de la biblioteca acaba de fallecer.
—¿Qué? —pregunté (había escuchado perfectamente, pero no quería interpretar lo que significaba).
—¡Sí! —repitió Martita—. Acá está el papá. Dice que murieron dos de sus hijos.
Poco puedo recordar de lo que pensé en ese momento. Supongo que busqué actuar con serenidad. Llamé a Sandrita, mi compañera de aventura en la biblioteca que vive enfrente, y le pedí favor de que verificara personalmente la información y comprobara de quiénes hablaba Martita. Una hora después me lo confirmó: eran Vilma y Sergio.
Según su papá, habían ido temprano a cortar leña con la abuelita y volvieron como a la una de la tarde. A eso de las seis, Vilma comenzó a vomitar hasta que se cansó. El papá la llevó a un curandero. Ella estaba tan débil que Sergio lo ayudó a cargarla al vehículo donde la transportaron. Creyeron que iba dormida, pero al llegar se dieron cuenta de que no volvería a despertar jamás. Desconsolado, a eso de las ocho de la noche regresó a casa para descubrir a Sergio en la misma condición. Lo trasladó al centro de salud, pero él corrió exactamente la misma suerte.
La historia es larga para resumirla. Contaré que un contacto de Sandrita consiguió como a medianoche que don Sebastián, el alcalde municipal, proporcionara dos ataúdes, uno de niño y uno para adulto. De autopsias no hubo nada. Cuando se vive en comunidades rurales, es sencillo comprender que, a pesar de la gratuidad del trámite, nadie sabe siquiera en qué consiste. Si no hay dinero para comer, mil veces menos lo hay para el traslado de los cuerpos. Además, tampoco tienen la mínima idea de los trámites legales que requieren.
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Algunos amigos voluntarios depositaron dinero inmediatamente para asistir con algunos gastos. Buscamos al papá para apoyarlo con algunas costas del panteón. Encontramos a don Mingo con su espantoso dolor, viendo cómo le hacía para construir la que sería la última morada de sus pequeños. Su entereza se desplomó cuando le entregamos el dinero. Solo entonces pudo darse la oportunidad de derramar un par de lágrimas: «Gracias. Estoy haciendo humanamente lo que puedo para enterrarlos. [La gente] dice que me voy a ir preso porque no hice a saber qué trámites. Pero ¿qué puedo hacer yo? No los iba a dejar allí mosqueándose. ¡Ni que fueran coches mis hijos!». Encontraron unas bayas silvestres adentro de sus mochilas. Estaban colgadas a un lado de los ataúdes. Fue así, con ese dolor desgarrador, como pasaron el velatorio y después el entierro.
En comunidades abandonadas, la pobreza se embucha el derecho al duelo sin que en la ciudad lo adviertan. Acá aprendés que decir no tener ni donde caerse muerto es hablar literalmente de tu familia. En el área rural no tenemos tiempo para lamentos. Pertenecer al 76 % de la población que vive en la miseria te hace entender que terminar el día ya es ganancia.
Nunca podré imaginar siquiera lo que es estar en el lugar de don Mingo porque mis hijos nunca estuvieron ni cerca de tener que adentrarse en el bosque durante horas para conseguir leña. Tampoco aguantaron hambre ni tuvieron que comer bayas venenosas. Mis hijos no eligieron gozar las ventajas que pude ofrecerles, así como tampoco Vilma y Sergio eligieron nacer del otro lado de la brecha de la pobreza.
«No hay nada que hacer», lamentaba un exalcalde en el velorio. ¡Qué patraña tan grande! Hay que educar, hay que hacer una guía explicativa de plantas venenosas, hay que enseñar a hacer biodigestores, hay que generar empleos para que esta tragedia no se repita y las personas no decidan huirle a la muerte. Morir comiendo frutos al ir por leña no es morirse intoxicado: te mataron la pobreza, la desigualdad, la falta de oportunidades y el olvido social.
Los enterramos y serán semilla.
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