El reciente aumento del apoyo a la restitución de la pena de muerte fue inducido por Zury Ríos, quien el mes pasado reapareció en el Congreso para impulsar una iniciativa para restablecer esta práctica bárbara. Tras una respuesta tibia del electorado hacia su partido en 2015, este último acto huele sospechosamente a desesperación: una tribuna política calculada para ser de nuevo el centro de atención y además distraer al púbico del hecho de que su padre se enfrenta nuevamente a un juicio por el delito más atroz que existe. Deberíamos tomarnos aquí un tiempo para reírnos de la ironía de que la dirigente de un partido denominado VIVA tenga una postura tan rotunda a favor de la pena de muerte.
Ojalá Zury hubiera consultado su propio lema electoral: «¡Guatemala ya cambió!». Porque desde el año 2003 existe una moratoria de facto a las ejecuciones capitales. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha manifestado que, una vez suspendida la pena de muerte, ello solamente puede dar paso a la abolición, y no a la reinstitución.
Lamentable entonces el giro en u del Estado: el 8 de marzo la bancada oficial manifestó su apoyo a la propuesta. Esto se da en medio de lo que los medios llaman «una nueva ola de violencia y terrorismo que agobia al país». Pese a que numerosos estudios han demostrado que la pena capital no contribuye a reducir el crimen (como este de Radelet y Lacock, este otro de Donohue y Wolfers y este otro de Amnistía Internacional), la clase política manipula a la población utilizando el miedo para ganar puntos políticos. Pese a que al activar la moratoria efectivamente sacrificaron este chivo expiatorio, el Estado busca de nuevo cargar el peso de toda la inseguridad que existe en el país a los huesitos descompuestos de esa cabra mientras no se hace nada por mejorar la situación.
Aunque no existe una prohibición absoluta a la aplicación de la pena de muerte a nivel internacional, sí existen estándares mínimos acerca el debido proceso. Guatemala carece de la infraestructura judicial para asegurar que se observen estos estándares en todos los casos en que se aplicaría la pena, no existe independencia judicial y, debido a la falta de recursos y de capacitación, la Policía Nacional Civil y el Ministerio Público no logran reunir pruebas fiables. Por otro lado, el Instituto de la Defensa Pública Penal está sobrecargado de trabajo y la judicatura no recibe ni la mitad de los fondos que pide. ¿Qué sucede cuando se ejecuta a alguien y posteriormente se determina que el juicio estuvo viciado?
Hace cuatro años trabajé en una investigación sobre el efecto de la administración de la pena de muerte en aquellos a su alrededor. Realicé casi 100 entrevistas a profundidad a familiares de víctimas, capellanes, guardias de prisión, verdugos, directores de cárceles, abogados defensores y otros acerca de sus experiencias con la pena capital. Los resultados fueron asombrosos: todos, sin excepción, sobre todo los familiares de víctimas en busca de cierre con la ejecución del preso, dijeron que su experiencia con el proceso les había afectado de forma negativa. Estas reacciones adversas variaban entre alcoholismo, flashbacks, síndrome de estrés postraumático, rupturas familiares, depresión, culpa crónica y otras formas de inestabilidad mental.
Entrevisté a representantes de organizaciones de familiares de víctimas que en su momento habían pedido la pena capital. Estas personas trabajan ahora para promover la abolición. Tratan de sensibilizar a aquellos a favor de la práctica, en contrapeso al discurso popular sobre el tema. Y es curioso que quienes están a favor son mayormente personas que no han tenido ninguna experiencia con un proceso de ejecución. ¿Quizá deberíamos prestar más atención a los que han vivido esta experiencia que a los que buscan utilizarla como futbol político?
Si no se convence con estadísticas ni con argumentos legales ni con las experiencias de aquellos íntimamente involucrados con la pena, tal vez se convenza con una perspectiva frecuentemente ausente en el debate: el discurso religioso. Alrededor del 80 % de los guatemaltecos se autodenominan cristianos. Según sondeos, la gran mayoría de los guatemaltecos favorecen la pena de muerte, es decir, les atrae más el dicho «ojo por ojo» que el mandamiento «no matarás». Me imagino entonces que todos estos cristianos no se acuerdan de cuando el papa Juan Pablo II le pidió al expresidente Portillo que aboliera la pena de muerte. No suelo citar a autoridades religiosas, pero coincido con el papa cuando en 1999 dijo: «La vida de todo hombre, incluso la de […] un criminal, tiene valor inconmensurable […] Los casos de absoluta necesidad para suprimir a un culpable son […] prácticamente inexistentes […] Renuevo el llamamiento a que se decida la abolición de la pena de muerte». Lástima que estas palabras no llegan a aquellos que abogan por la pena de muerte, pero que con el mismo respiro se oponen al aborto porque «solo Dios puede dar y quitar la vida».
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