Es portentoso lo que puede descubrirse desde la voz de la escasez. En el Segundo Concurso Escolar de Ensayos, realizado en 2015 en Purulhá, solicitamos a los estudiantes escribir sobre la desnutrición. Aura, una niña de diez años, describió una realidad que conmueve más que cualquier cuadro:
«... y aguantan hambre. Por eso les duele la cabeza.
»Cómo se enferman, y no tienen dinero para poder curarse.
»[...] ¿Y cómo? […] si no trabajan: no encuentran trabajo.
»En el centro de salud les dan un remedio para sus hijos, pero sin comida no se curan y más se enferman.
»Empeoran y, con pena, los otros —todos enfermos— se van a traer leña a la montaña y se enferman más todavía.
»Solo café en el pocillo. No comen más que mucha tortilla, si hay».
Hace unos años, por razones laborales, dejé el estrés de la ciudad. La vida me trajo a vivir a un municipio pintoresco, reconocido por la riqueza natural de su bosque nuboso, cuna del Biotopo del Quetzal. Vivir acá me ha ofrecido el mejor de los presentes para el corazón. El tiempo pasa lentamente en el reloj en un paisaje digno de postal, pero existe también la paradoja de un país rico cuyos habitantes tienen hambre.
Trabajo en un proyecto social integral que incluye la dirección de la biblioteca local, cuyos usuarios son, en su mayoría, niños y niñas de comunidades rurales. Ineludiblemente advertí las cifras que existen en los diferentes informes y tratados internacionales para el desarrollo humano sostenible. Las estadísticas de los municipios más pobres muestran cifras que superan por mucho el promedio general de país.
Antes del concurso sucedió un incidente que cambió el rumbo de mi trabajo, que hasta ese día había estado enfocado en la estimulación del razonamiento crítico: uno de nuestros usuarios más pequeños, Obama, aprendía a escribir y no sabía tomar el lápiz, así que, sin pensármelo mucho, lo senté en mis piernas mientras tomaba su manita para enseñarle los primeros trazos. A sus cuatro años no estaba dispuesto a poner atención y con la mano izquierda revolvía una bolsa plástica con tortillas frías que me habían regalado horas antes. No vacilé en dejar la tarea para después. Intuyendo, le pregunté si se las quería llevar. «Quiero comer», me respondió al tiempo que, de un solo movimiento, engulló la dura tortilla y corrió a llamar a su hermanita. «Venite, nena. Aquí hay comida», le dijo.
«En Guatemala, cinco de cada diez niños menores de cinco años sufren desnutrición crónica (49.8 %), [la cual afecta] a ocho de cada diez niños indígenas (80 %)»[1]. Los datos son contundentes considerando que la población indígena local es del 93 %. No es casualidad que esta cifra casi se duplique en ese sector poblacional. Pero los números teorizan. No es lo mismo ocuparse de la desnutrición desde un escritorio que ver acostarse con hambre —todos los días— a más de la mitad de los niñitos con quienes trabajas. Es momento de preguntarnos qué medidas permiten un cambio. Es tiempo de involucrarnos y enfrentar los problemas que parten a Guatemala en dos mundos distantes. No tenga miedo de aproximarse al campo. Apoye alguna iniciativa. Sea voluntario. Converse con un niño. Pregúntele qué come en la noche. Acérquese.
El tema es prioritario a nivel mundial dentro de la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. En ella ocupa el segundo lugar de los 17 objetivos de desarrollo sostenible (ODS), que tratan de ir más allá para ponerle fin a la pobreza en todas sus formas.
Definitivamente los cambios deben ser estructurales e impulsarse desde una política pública, pero primero hay que saber de qué estamos hablando. De otra manera no lograremos incidir en todo el país para que estas historias no se repitan incesantemente ni romper el círculo de pobreza, que se ha perpetuado y enquistado en un sistema deshonesto y desleal hacia los más vulnerables.
Véalo usted mismo. Le sorprenderá cómo puede cambiar la conciencia.
No tenga miedo. Conozca la realidad.
[1] Informe nacional de desarrollo humano (2015-2016), pág. 185.
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