Estábamos sentados en las gradas del Palacio Nacional, y las manifestaciones de repudio por la muerte de 41 niñas estaban bajando de intensidad esa noche. Los nombres de las niñas, sus historias, las velas, todo era propicio para responderle a mi amigo: «Enfrentarme a la muerte de mi abuela ha sido posible gracias a que he tratado de evocarla en su dimensión humana e imperfecta, pero más útil ha sido tratar de contemplar la muerte en otras familias, en otras circunstancias». Al final del día, la partida de ella resulta dolorosa, pero no tan agobiante como las pesadillas que otras personas han tenido que soportar, como la desaparición forzada del niño Molina Theissen o los infiernos silenciados de las mujeres de Sepur Zarco.
La muerte es lo único de lo cual tenemos certeza, y la esperanza del reencuentro les sirve de consuelo a muchas personas. De hecho, hace pocos días asistí al sepelio de una amiga muy querida, asesinada con gran violencia y a quien posiblemente sus hijos pequeños evocarán a través de los lentes cristianos de la vida más allá de la muerte. ¿Cómo decirle a un niño que no volverá a ver jamás a su mamá?
Cada persona debe tener la libertad de elegir en qué creer. Para eso sirve un Estado laico: para que quienes no creemos en dioses vivamos tranquilos, sin que se nos impongan ideas religiosas disfrazadas de principios jurídicos, y para que quienes eligen la fe puedan ejercerla sin miedo. En ambos casos, reconociendo límites.
Relativizar la muerte, entonces, es un mecanismo para continuar viviendo, que en mi caso tomé de manera secular de un relato budista. El problema que veo con ese recurso es la proclividad a superar la tragedia que exhibimos en Guatemala en el nivel social.
Sin ánimo de crear equivalencias, citemos solo algunos ejemplos: el terremoto de 1976, el genocidio y la violencia estatal durante las décadas siguientes, cientos de muertes en Panabaj, Sololá (2005), la muerte lenta de Camotán y Jocotán (2009), 48 muertes y decenas de personas heridas en San Martín Jilotepeque (2013), centenares de tragedias humanas en El Cambray II (2015) y la muerte violenta de 41 niñas en 2017. En la mayoría de los casos, la reacción oficial ha comenzado por la transferencia de la culpa, la emergencia como oportunidad política, el llamado a la solidaridad y de inmediato el olvido. Poco o nada se ha hecho por abordar las causas del riesgo diferenciado, que hunde sus raíces en un ideario neoliberal que hegemoniza a toda la sociedad.
En ocasiones parece que somos una sociedad que se niega a asumir la mayoría de edad, con una incapacidad para aprender de la tragedia mediante el reconocimiento racional de los hechos. En cambio, cada año escenificamos rituales necrófilos, aunque turísticamente atractivos, que nos mueven a las calles y nos conducen a una especie de catarsis colectiva, pero da la impresión de que, luego de unos instantes de solemnidad, simplemente olvidamos.
El Sábado de Gloria (cuando escribí este artículo), muy pocas personas tenían en mente las tragedias de las cuales debemos aprender: desde los dramas humanos hasta los ecocidios que destruyen hoy mismo miles de hectáreas de áreas protegidas.
¿A quién le corresponde entonces conservar y exaltar la memoria? Por supuesto que a la sociedad en su conjunto y a ciertas instituciones en particular, desde la Secretaría Ejecutiva de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres hasta el Ministerio de Educación, pasando por los tres poderes del Estado. No podemos darnos el lujo de superar cada tragedia con el olvido y, como sociedad, procesar el dolor como lo hacen las personas individuales. En los niveles social e institucional debemos recordar para actuar en consecuencia.
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