A pesar de la gravedad de los hechos (retención y tortura), los agresores fueron condenados por detención ilegal y amenazas, es decir, por delitos menores que se reparan con cuatro años de prisión conmutables por una suma de Q7 300 cada uno, o Q5 diarios, suma que luego de ser cancelada dejará en libertad a los agresores.
Tanto la juzgadora Herrera Girón como los anteriores jueces que intervinieron en el proceso tuvieron la oportunidad de corregir la dimensión de los hechos. No obstante, la respuesta del sistema de justicia siempre fue negativa.
Ical Jom es originario de Chicamán, Quiché, y al momento de ser retenido y torturado laboraba como corresponsal del radioperiódico El Vocero de Utatlán, del Quiché, y como reportero y ejecutivo de ventas de Corporación Radial del Norte (CRN), con sede en Alta Verapaz. Según su relato, él se encontraba dando cobertura a la desaparición de una niña en San Miguel Uspantán, Quiché, de lo cual fue informado el 29 de agosto de 2014. El periodista relató: «[Cuando estaba entrevistando al padre de la niña fallecida], se acercó un picop doble cabina blanco del cual descendieron cinco personas que indicaron que eran alcaldes auxiliares y miembros del comité de la aldea Cotoxac. No pude ver la placa. Del auto se bajaron cinco hombres grandes, con lazos en la mano. No imaginé qué iban a hacer. Me agarraron sin decir nada, me amarraron las manos, me quitaron el teléfono, me pusieron el lazo en el cuello, me arrastraron hasta la escuela y me dijeron: “De aquí no salís vivo”. Luego me patearon y me golpearon con los puños cerrados. Me encerraron y me dejaron salir horas después, hasta que se dio la negociación con la Policía». Durante todo ese tiempo fue golpeado y torturado. «Yo les dije que era periodista, que vieran mi credencial. Me sacaron mis credenciales y dijeron que eso se podía hacer en computadora. [Luego] uno de ellos me tapó la boca y me dijo que me iba a morir».
Los agresores fueron identificados como Antonio y Diego Itzep López, quienes ejercían puestos de toma de decisión en la comunidad. De hecho, el primero era presidente del Consejo Comunitario de Desarrollo de Cotoxac e integraba la junta de seguridad de la aldea. En su caso, al agredir física y psicológicamente a Ical Jom, violentó su mandato legal, pues el marco legal que rige el funcionamiento de dichos consejos no lo autoriza a retener a una persona contra su voluntad, mucho menos a agredirla. Tampoco hizo nada para evitar que las demás personas presentes ejercieran violencia contra la víctima.
Todos los hechos cometidos contra Ical Jom concuerdan con lo establecido en el artículo 1 de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes y en el 201 bis del Código Penal guatemalteco. Sin embargo, para el sistema de justicia, las agresiones contra el periodista fueron un delito menor conmutable por una suma mínima.
La sentencia ciertamente sienta un precedente. Uno muy preocupante, por cierto. No hay nada que celebrar porque, aunque la juzgadora le haya devuelto la responsabilidad de seguir investigando a la Unidad Fiscal de Delitos contra Periodistas, con su dictamen le dice a la sociedad que violentar a un periodista, y con él la libertad de expresión y la libertad de prensa, es un delito menor. Uno que se resuelve pagando Q5 diarios. La juzgadora pudo haber declarado los hechos como inconmutables, pero no lo hizo. Pudo haber estipulado la conmuta de Q5 a Q100 y decidió que fuera la suma mínima. Por lo tanto, ¿qué otros mensajes a las y los periodistas y a la sociedad lleva implícita esta sentencia? Si el fin del proceso penal es prevenir y corregir los actos constitutivos de delitos, si la justicia transicional busca un cambio en el imaginario social sobre aquellos hechos aprendidos en el pasado y repetidos en la actualidad, con esta condena no se contribuye a reparar el daño. El mensaje más bien es contraproducente. El compromiso asumido por el Estado guatemalteco de proteger a periodistas se vulnera aún más con esta sentencia.
Quisiera enfatizar que cada vez que se agrede a un periodista no solo se vulnera su integridad humana, se desequilibra su estabilidad y se agrede a todo su entorno familiar, sino que se violenta a la sociedad completa. Nos vulnera y agrede porque se hace con la intención de silenciar, de evitar que hechos o datos se vuelvan públicos. Si la agresión consigue silenciar lo que ese periodista investigaba, se nos priva del acceso a esa información. La violación del derecho a la libre expresión del pensamiento y de la libertad de información genera opacidad y silencio. En una sociedad como la guatemalteca, tan permeada por este tipo de opacidades y claroscuros, la labor de quienes se expresan, comunican e informan es vital. Y es labor ciudadana velar por que el Estado cumpla con su obligación de prevenir y proteger a quienes cumplen tan importante labor.
No queda más que estar atentos a que la fiscalía procese a los agresores por tortura. Solo así quienes agreden a periodistas comenzarán a entender la gravedad de los hechos. Si no, Guatemala seguirá siendo, como ya lo expresó Reporteros sin Fronteras, una «zona roja» para ejercer el periodismo.
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