Sin embargo, si la reacción del actual presidente de la república ha sido un cínico «eso no es nuevo», en la mayoría de la población el hecho no pasó de ser una nota más en el noticiero televisivo. Su desalentada nota, en la que les indica a sus sicarios que si Dios quiere pueden matarlo, es la muestra más palpable de la pérdida de confianza del ciudadano pobre en los aparatos supuestamente constituidos para darle protección y seguridad, como se les da protección y seguridad a los que tienen mayores ingresos. Se protegen capitales y bancos, pero no la vida de un humilde conductor.
En su carta, López García considera criminal que su extorsionador le exija casi todo lo que gana para dejarlo vivir. No logró entender que esa es la ley del mercado en el país de los pobres. El dueño del destartalado bus, sin trabajar, le quitaba parte de lo ganado, le cobraba por darle trabajo. El otro, sin tener esa oportunidad, se empleó con otro extorsionador, el que cobra para dejar vivir. En medio, el ejecutor de la sentencia: el que cobra por matar porque, si no lo hace, a él también lo matan.
Todos pobres, todos considerados material de desecho en una sociedad en la que el egoísmo y el individualismo son la base de todos los comportamientos. Hay que recuperar la familia como base fundamental de la sociedad, dice el chistero metido a predicador y con funciones de presidente de la república. ¡Quién puede decir que la víctima y sus victimarios, en todos los niveles, no tienen familia!
El problema, como él mismo acepta en su mensaje de Facebook, calzado, por cierto, con las consabidas bendiciones riosmonttistas, tiene sus raíces en el nulo desarrollo económico del país. Pero, como el Enver Hoxha de la Albania del capitalismo del siglo XXI (en que, por lo que parece, quiere convertir a Guatemala), el comediante predicador considera que el papel del Gobierno se centra en mantener «un control estricto de los recursos públicos» e impulsar «las reformas al sector justicia que garanticen un sistema congruente a [sic] nuestra realidad» para así lograr, según él, la «obtención de los recursos necesarios para la inversión en servicios básicos y [de] seguridad».
Nada de políticas públicas orientadas inmediatamente a ordenar y hacer seguro el servicio de transporte urbano, de manera que este no exija policías (mucho menos soldados), evite que el conductor administre efectivo y ofrezca al ciudadano un servicio de calidad. Mucho menos habla de establecer programas de combate de la pobreza.
Para el nuevo Ríos Montt, todo se resuelve con «atraer la inversión», ya que esto supuestamente generará empleos y desarrollo a su paso. Uno no puede dejar de pensar en la propaganda de la mina Marlin o de lo que se predicó alrededor de la mina en la aldea La Puya.
A Guatemala no vienen más inversiones porque el capital criollo siempre quiere ganar propina sin invertir, y no porque las legislaciones lo impidan. Según el índice de libertad económica de 2016 de la Fundación Heritage, estamos en el puesto 82 de 178 países, por lo que somos, en consecuencia, un país adecuado para que los inversionistas hagan negocios. Nuestro problema es que la riqueza obtenida con el trabajo de los otros no se reinvierte. Aquí vienen, se hacen ricos y se van. O se hacen ricos a costa del Estado, en negocios del todo protegidos por el poder público, sin efectivamente promover empleo digno.
El asesinato de López García pone en cuestión, además, las tan cacareadas eficiencia y calidad del Ejército. Llevamos más de cuatro años con los soldados patrullando las calles, y los asesinatos y las extorsiones no solo no han disminuido, sino que han ampliado su crueldad y crudeza. El Ejército aumentó en 37 % su presupuesto en cinco años, todo supuestamente porque tienen soldados en las calles. Pero este aumento no es públicamente fiscalizado, con lo que no puede asegurarse que los nuevos recursos solo se hallan utilizado en esas operaciones y hay espacio para pensar que los regalos a Pérez Molina de los exministros de la Defensa detenidos pudieron haber salido de esos fondos.
Con cada extorsión, con cada asesinato producto de ese lucrativo negocio, se hace más que evidente la ineficiencia de las medidas adoptadas hasta ahora para combatirlas. Se hace notoria la ineficacia de los soldados en las calles. Pueden servir para atemorizar a los honrados, pero ya está demostrado que no inhiben los asesinatos a trabajadores desprotegidos.
Los hechos no son culpa de un sistema de justicia obsoleto, y este sanguinario azote no se resuelve con su reforma, como lo hace creer el predicador ahora presidente en su mensaje. Si en el fondo es consecuencia de la extrema pobreza de la población, entre sus causas básicas están no solo la ineficiencia del transporte público, sino también la incapacidad de los aparatos de seguridad de cohibir e inhibir esas prácticas criminales. Que el Ejército haya salido a la calle y aumentado el sueldo y los beneficios de los altos oficiales no le dio a López García esperanzas ni seguridad. Todo lo contrario: se sintió tan vulnerable que ni siquiera imaginó que podría recurrir a estos para protegerse.
Tristemente, si bien el hecho no es nuevo, con la actitud del gobernante y de sus asesores tenemos que pensar que continuaremos lamentando la muerte violenta de más y más guatemaltecos que, habiendo perdido toda esperanza, se aferrarán a lo último que les queda: imaginar que Dios puede decidir si les toca morir con una bala en la cabeza o con otra en un pulmón.
Más de este autor