Hoy en día, cuando le pregunto a un niño o a una niña a qué equipo le va, él o ella siempre contesta Barsa o Madrid. No sabe quiénes son los rojos o los cremas. Atrás quedaron los tiempos que cuenta mi papá cuando la gente dormía afuera del entonces Mateo Flores para entrar a un clásico.
Y lo acepto: el futbol nacional está en la calle de la amargura. Pero lo cierto es que sigo disfrutando de mi equipo, quizá marcada por los recuerdos de mi infancia y por los buenos momentos vividos con mi papá y mi abuelo vestidos de rojo todos los domingos.
El pasado fin de semana volví a ir al estadio después de un buen tiempo y lamentablemente recordé el pequeño infierno que se vive allí dentro. En 90 minutos vi concentrados los males de nuestra sociedad violenta, machista, racista, clasista y homófoba.
Empiezo por el tema de las edecanes. Al inicio del partido, nunca faltan las mujeres-objeto usadas por marcas comerciales, con trajes pegados como calcomanías a su cuerpo. Los hombres se vuelven animales, como machos que no pueden controlar un supuesto instinto natural de apoderarse de las hembras.
Los siguientes 90 minutos debo armarme de paciencia para escuchar toda clase de insultos perturbadores. Llegamos al nivel de desearles la muerte a otros en medio de un evento deportivo. «¡Maten a ese hijo de la gran puta!», gritaba el grupo que estaba a la par mía. La palabra hueco se escucha durante todo el partido: es la forma despectiva de llamar a los gays y se usa como un gran insulto para ofender a machos alfa. Además, cualquier jugador afrodescendiente se vuelve blanco fácil de los insultos racistas.
Esos 90 minutos son un escape a todas las frustraciones acumuladas de los guatemaltecos. Ello se vuelve aún más peligroso en sociedades tan violentas como la nuestra. Recordemos la muerte de Kevin Díaz en 2014 a manos de seguidores del Municipal alentados por el Pirulo. Morir como consecuencia de haber ido a presenciar un partido de futbol raya en lo irracional, pero es la triste realidad. En diciembre pasado hubo disturbios provocados por seguidores del Comunicaciones en el partido contra Antigua, con un saldo de más de 60 detenidos y 12 lesionados.
Estos casos no son exclusivos de este país. Desde el siglo XIX la sociología viene estudiando estos comportamientos colectivos en Europa y Estados Unidos. Por suerte aún no llegamos a los niveles de violencia en el futbol de Argentina y Colombia, donde los muertos se cuentan por decenas y hasta por cientos, pero el caldo de cultivo y las señales de alarma están allí.
Para ajuste de penas, el futbol es otra rama de la red de corrupción en el país. La cadena va desde el negocio de la venta de boletos en el mercado negro hasta la Federación Nacional de Futbol de Guatemala (Fedefut) y la FIFA. Recordemos que en 2012 la Fedefut suspendió a cuatro jugadores por amaño de partidos y recientemente estuvimos excluidos de la Copa Centroamericana Uncaf por la suspensión del futbol guatemalteco dictada por la FIFA en octubre del pasado año por casos de corrupción.
Con todo esto es difícil seguir nuestro futbol. Y muchas veces hasta yo misma me pregunto cómo es que lo sigo apoyando. Mi respuesta es la nostalgia. Y sí. Disfruto ver el futbol, con todo y lo lento que es. Disfruto ir al estadio, pero ojalá fuera un sano entretenimiento del fin de semana, un compartir con amigos y familia sin tener que aguantar tantos malos ratos para poder ver a mi equipo. Hace poco mi padrino cumplió 80 años, y en la celebración un amigo recordó anécdotas de su tiempo como jugador del Tipografía Nacional y dijo: «Cuando el futbol era un deporte y una fiesta, y no un negocio como ahora».
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