El contenido de un libro y luego el de otro son senderos por los que se transita hoy y también mañana. En ocasiones, son cinco o diez libros los que se leen a la vez, porque al final hay muchos intereses y demasiada curiosidad para contenerse en uno solo. Eso, hasta que llega la obra que en definitiva nos mueve y nos quedamos con ella hasta su última página.
Para los lectores habituales no hay sitio prohibido donde leer. A la orilla del mar, en el centro de la cama, en cualquier esquina de la casa o en el autobús o en cualquier transporte, el libro es el compañero inseparable. Sirve como almohada o como mesa; no importa. El libro, más que el simple contenido de sus páginas, es un amigo que está ahí, listo siempre para darnos, si no lo que queremos, al menos aquello que está dispuesto a revelar
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Para el amoroso lector pasan los días, los meses y los años y los libros siguen ahí. Con suerte (de la buena) van acumulándose por la casa llenando espacios como afectos que no se van. Si la economía lo permite, en ocasiones vienen nuevos y son pájaros de cánticos alegres que despiertan inusitadas emociones. Muestran sus portadas invitándonos a la lectura, para adentrarnos sin más en sus ideas, quizás desconocidas o tal vez poco transitadas.
Para los lectores, entonces, si cuentan con los libros no hay ninguna sensación de soledad, no existe el vacío existencial, sino el tiempo que nunca es suficiente. No hay arrepentimientos ni lamentos. Viene un libro y luego otro y así hasta el fin.
Pero, de pronto, algo pasa, el suelo se mueve y ocurre un tsunami. El solo hecho de tomar un libro entre las manos, no digamos el leer sus páginas se convierte en más que una tarea titánica, en una actividad imposible. ¿Qué sucede? ¿Qué pasa? ¿Cómo explicar ese rechazo, ese disgusto, esa molestia? Tiene nombre, recién lo supe y fue una especie de consuelo: es el bloqueo lector.
Laura Martos, en un artículo en El planeta de libros, del 26 de julio de 2024 lo define así: «Cuando hablamos de un bloqueo lector nos referimos a aquellos momentos en que una persona que está acostumbrada a leer habitualmente se ve atascada durante un tiempo prolongado en una lectura concreta o incapacitado para comenzar una de nuevo».
En mi caso, como esas enfermedades crónicas de las cuales las personas se enteran ya en su fase casi terminal, apenas me di cuenta. Empezó en los días más profundos del aislamiento por la pandemia de Covid-19 y fue creciendo como un tumor en los siguientes años. Así, me duró hasta hace unos pocos días. No implica, aclaro, que no haya leído nada, pues las lecturas del trabajo y de los estudios que llevé a cabo en ese tiempo las realicé completas, como corresponde.
Me refiero nada más, a que en esa etapa nefasta solo perdí el gusto por la lectura de ficción y de cualquier otro tipo, que antes me entusiasmaba. Perdí el placer de leer y con este el hálito que me habitaba y que creía era parte de mi ser más genuino. Tanto fue así, que incluso dejé de comprar libros, pues llegué al extremo de ni siquiera quitar el envoltorio de plástico a los que adquirí por ese entonces.
Hay bloqueos de bloqueos. Para quien lee a diario el bloqueo del lector es el que lo angustia, pues parte de su identidad está estrechamente enraizada en el sumergirse de lleno en palabras que no son las suyas, pero que a la vez le pertenecen.
Es un alivio saber que, como todo bloqueo, tarde o temprano si no mata, se quita.
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