Nadie lo quería aceptar. La historia de Carmela fue una historia oculta como tantas otras. Y privar a alguien de su historia significa privarlo de la capacidad de controlar su propia vida. A cierto punto, la vida de Carmela era una pantalla creada para esconderla como realmente era: una pantalla-jaula, una pantalla-atadura.
Cuando Carmela tuvo a sus primeros hijos, se volcó completamente con ellos. Era el rol desarrollado en el libreto de la historia occidental y occidentalizada, después de todo. Y Carmela, como tantas otras mujeres, al menos al inicio asumió ese papel de medio y renunció a su misión de fin.
Su marido siguió dándose a la fiesta mientras mantenía un trabajo decente con el cual mantener a la familia. Se la pasaba entre bailes en el Club Guatemala o Club Americano y proyecciones de las últimas películas de Hollywood y del cine mexicano, esa noción de entretenimiento entonces nueva. Ella se fue quedando cada vez más en casa mientras él ampliaba su círculo de amistades. No era nada extraño. Al contrario, era la norma. El hombre activo, la mujer pasiva, como una de las características que nos dividen a los géneros, diferenciación que marca límites y refuerza todo un sistema.
La mayoría de las decisiones sobre los hijos las tomó él, aunque ella era la que llevara el título de encargada del bienestar familiar. Era un título que le iba de alguna manera. Si algo fue Carmela toda su vida fue una mujer tierna y dulce y, a pesar de todo, el único aglutinante que esa familia tendría. Aun así, los privilegios del marido eran sinónimo de la opresión de ella. Era dentro de esos límites —la vida familiar— donde Carmela tenía la oportunidad de compartir, de aportar, de participar de una labor que, si bien no era la que habría imaginado para sí, era una que estaba dispuesta a llevar de la mejor manera. Después de todo, amaba a sus hijos.
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Las mujeres del barrio eran muy cercanas. Se visitaban seguido, incluso si solo tenían unos minutos para conversar en la puerta de la casa de alguna. Otras veces podían conversar por horas en el atrio de la Recolección o mientras hacían la compra. Compartían las preocupaciones por la familia y los maridos y, sobre todo, el gusto por el misticismo y las dinámicas que giraban alrededor de ello. Ese misticismo era, de hecho, una de las pocas opciones disponibles tanto para la búsqueda individual (la única forma de soledad aceptada) como para la vida social de las mujeres. De política se hablaba poco. Y si se hacía, era a partir de los sermones del cura, quien no tenía empacho en colar sus opiniones al respecto, sobre todo si se trataba de apoyar al dictador.
Para Carmela, el catolicismo —esa fe aprendida— fue un espacio para ella sola. Su rosario olor a rosas era un elemento de su intimidad. Entre sus lecturas y rezos, entre las largas conversaciones con el padre después de misa y las horas dedicadas a la maternidad, Carmela se había ido haciendo un espacio para ella misma. Y se lo guardó todo para ella. Daba consejo —era una de esas personas que despiertan en otros el deseo de abrirse y escuchar—, pero nunca dio un sermón o intentó convencer a nadie de nada. Tampoco cuestionó, juzgó o tachó otras posibilidades. Quizá porque ella misma sabía que sus creencias eran más suyas que de nadie y que esa regla se aplicaba a todos por igual, sin importar cuáles fueran sus creencias.
Cuando Carmela se fue desenterrando a sí misma de esa vida marcada por la tradición, también fue dejando atrás el miedo a su propia esencia, al sí dentro de ella. Fue entonces cuando se abrió a la improvisación. Sus hijos eran ya adolescentes y ella una mujer madura. En el fondo resonaba, por primera vez en mucho tiempo, una voz que podía llamar propia. El primer paso fue enamorarse de un hombre de al menos diez años menor y sin religión. La familia extendida, las amistades, el barrio y la capilla no habían conocido cataclismo mayor. Ese terremoto era necesario para destruir el teatro. Las verdaderas transformaciones no se dan con un mero cambio de papeles. Pero la única víctima de ese cataclismo sería ella, Carmela.
(Continúa).
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