Guatemala, años 50. La revolución había dejado un nuevo espíritu en muchos ciudadanos, quienes miraban el porvenir con ojos esperanzadores. Las mujeres habían adquirido un nuevo papel en la sociedad: la fuerza femenina de trabajo aumentaba. Movimientos como la Unión Femenina Guatemalteca Prociudadanía habían luchado por el reconocimiento de los derechos cívicos de las mujeres, principalmente el voto, en una época en la que el 80 % de las mujeres eran analfabetas [1].
Ya en época de Árbenz numerosas mujeres se integraron a la Central Anticomunista Femenina. Fueron estas quienes lideraron la solicitud de la disolución del Partido Comunista y dieron paso a una manifestación anticomunista que se caracterizó por el tono violento de sus pancartas y reclamos, como: «Que Dios no permita que el Gobierno de la República desoiga los mandatos de la ley y la voz del pueblo para que Guatemala no sufra los horrores de una guerra civil, que tarde o temprano ensangrentaría el suelo patrio si el comunismo continuara socavando la moral cristiana, desarticulando la economía y desquiciando la vida institucional» [2].
La política y la religión se unían estratégicamente contra una fuerza más oscura que las diferencias que antes habían marcado la línea entre liberales y conservadores. La Acción Católica difundía un discurso anticomunista apoderándose de un espacio que les había sido reservado principalmente a las mujeres desde la Colonia: la Iglesia. La ocupación femenina por excelencia, la de ama de casa, se abría por primera vez, pero para muchas controlada por un sistema cada vez más opresor.
El miedo a la inestabilidad y al cambio como resultado de las transformaciones que finalmente se habían dado en el país generó una reacción de parte del poder hegemónico —víctima, a su vez, de fuerzas imperiales más poderosas—. Una que daba paso a una renovada resistencia a lo nuevo, al espíritu crítico, a una cultura de desconfianza y sospecha, en contra de todo aquello que incluso en apariencia atentara contra la moral cristiana, el nombre que adoptaba el statu quo: los grandes defensores de los intereses de la oligarquía local y fundadores de una nueva hegemonía cultural.
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¿Se habrá imaginado Carmela que este escenario y esa actitud de quienes la rodeaban atentarían en contra de ella misma? Quizá no. Carmela había procurado, hasta donde le había sido posible, mantenerse a raya: ser una esposa, una madre, una hija, una cuñada y una fiel religiosa ejemplar. Pero a los 35 años Carmela se había enamorado y el sentimiento era inevitable. Era un enamoramiento que se había acrecentado con los años, que había surgido en el lugar menos imaginado. A él lo había conocido desde niño, siendo ella más de una década mayor. Conocía a su familia. Eran gente del barrio.
Cuando se ha determinado que las vidas de las mujeres deben limitarse a formas externas y ajenas —como el cuidado de los hijos y la atención al marido— y esto se refuerza culturalmente, en realidad se está fortaleciendo una estructura que ignora a la humanidad y a los individuos. Se alimenta un sistema que se olvida de las necesidades propias y de las particularidades. A veces este se puede hacer tan fuerte que podemos incluso olvidar que nosotros lo inventamos. Y entonces nos traga.
El poder de la hegemonía masculina no es así. Tampoco el poder individual del hombre. Ni el marido ni el amante de Carmela tuvieron la capacidad de actuar de acuerdo a las circunstancias como realmente eran, quizá ni siquiera como ellos mismos hubieran querido. Ni tampoco fueron capaces de escucharla, de valorarla, a ella. La reacción del primero fue esconderla, negar lo que sucedía, anularla como individuo y crearle una pantalla. Todos los esfuerzos se centraron en inventar un personaje que no existía porque, de lo contrario, ¿qué iban a decir los demás?, ¿cómo iba a arriesgarse a que se cuestionara que la suya era una buena familia? El marido de Carmela no tardó en encontrar aliados: su familia extendida y la familia extendida de ella, incluido su padre, encarnaron de pronto una fuerza dispuesta a defender la moral cristiana, aunque realmente lo que defendían era su nombre, la reputación de su apellido, en una sociedad que no sabía ni manejar eso. El amante, en cambio, aceptó la anulación y eventualmente se fue del país dejándola no solo a ella, sino también a sus dos hijas, quienes no tenían opción sino la de aceptar el apellido del marido de Carmela para evitar, si es que a esas alturas aún podía evitarse, el escándalo.
[1] García y Gomáriz (1989). Mujeres centroamericanas ante la crisis, la guerra y el proceso de paz. Costa Rica: Flacso. Pág. 122.
[2] Informe reglamentario correspondiente al mes de marzo de Embamex Guatemala. A SRE, Guatemala, abril de 1952, en Ahdrem, exp. III-1255-2. Citado por Rodríguez, G. (2003). La participación política en la Primavera Guatemalteca: una aproximación a la historia de los partidos durante el período 1944-1954. México: UNAM.
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