Carmela fue esposa, amante, madre, abuela y bisabuela, pero también pudo ser ella misma. En contra de un sistema que no había sido creado para eso, buscó su autonomía y su independencia, si bien ninguno de esos dos fines realmente llegarían a ser tales mientras las condiciones sociales no lo propiciaran. Así, Carmela intentó ser autónoma, que en su tiempo y en su contexto fue demasiado.
La búsqueda personal de las mujeres ha sido castigada a lo largo de la historia occidental, siendo s...
Carmela fue esposa, amante, madre, abuela y bisabuela, pero también pudo ser ella misma. En contra de un sistema que no había sido creado para eso, buscó su autonomía y su independencia, si bien ninguno de esos dos fines realmente llegarían a ser tales mientras las condiciones sociales no lo propiciaran. Así, Carmela intentó ser autónoma, que en su tiempo y en su contexto fue demasiado.
La búsqueda personal de las mujeres ha sido castigada a lo largo de la historia occidental, siendo su principal mecanismo la culpa [1]. El potencial de autonomía se anula desde el inicio. Desde el hogar y desde la institución de la pareja, muchas mujeres tuvieron que conformarse con ser algo más cuando querían ser alguien: ellas mismas.
El control ejercido sobre Carmela fue feroz. Durante muchos años se vio forzada a vivir bajo la supervisión permanente de toda su familia, incluida la de su amante, ya ausente, la cual las acusaba a ella y a sus hijas de haber derrumbado un orden que de entrada no debía cuestionarse. De la misma manera fue rechaza por otras mujeres. Sus cuñadas dejaron de hablarle y, por influencia de ellas, también sus hermanos, quienes por décadas no la buscaron. Ese orden al que apelaban los demás era parte de la convención de la época. Esa convención era el principal enemigo de Carmela, quien supo ver más allá de lo que a otros les parecía sencillamente extraño y quien en algún punto se negó a aceptar que el statu quo era inmutable.
La actitud de no dejarse intimidar por la convención y de guiarse por la búsqueda de la autonomía y de realización personal llevó a Carmela a descubrirse a sí misma en el goce de la transgresión, en el acto subversivo. Y también implicó, más adelante, una soledad inmensa. La verdad era a la vez liberación y vergüenza. El círculo social al que pertenecía se aseguró de profundizar la segunda por miedo a cualquier expresión de la primera. La soledad, más que la soledad física, consiste en la incapacidad de ponerle palabras a la propia experiencia, el no poder nombrarse ni asumirse a partir de ello con una identidad propia, la negación del autoconocimiento y del reconocimiento de las propias necesidades y deseos. El aislamiento es interno. Y mientras Carmela experimentaba ese aislamiento, miles de mujeres también lo habrán hecho, sin posibilidad alguna de encontrarse entre sí y de reconocerse unas en otras. Sin embargo, para Carmela lo más desgastante fue la culpa. Dentro del marco de su creencia religiosa, Carmela nunca se cansó de arrepentirse, pero nunca se sintió absuelta tampoco.
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Vista desde afuera, ya en su vejez, era una mujer guatemalteca de clase media hasta cierto punto común: conservadora, de buenas costumbres, gran conversadora, generosa consejera de barrio. Todo el tiempo bien arreglada —peinada y maquillada al estilo de los años 50—: un broche en la solapa, siempre de falda, medias de seda y tacón de una pulgada. Pero en sus gestos y en su característico sarcasmo (que le emanaba genuinamente en espacios íntimos) podía leerse mucho más. Ni ella se la creía cuando asentía a la famosa frase de: «En la era de Ubico todo era mejor». Más tarde fue capaz de agregar comentarios que con ingeniosa acidez podían cuestionar toda la psique conservadora.
Ya viuda, Carmela se sentaba todas las tardes a escuchar tangos o zarzuelas en un viejo radio, antes de la hora del tráfico, cuando el estruendo de las camionetas impedía apreciar cualquier cosa, luchando solo con el canto de sus canarios. Mantenía una pequeña biblia en su mesa de noche y una estampita de San José en su marquesa. Nunca se acostaba sin rezar el rosario. En su lecho de muerte escuchó Madreselva innumerables veces. Su ceño parecía relajarse al hacerlo. En ese adormecimiento previo al final, quizá, su mente se trasladaba a otro tiempo: un momento tal vez fugaz, en el que se habrá sentido realmente ella.
[1] Lagarde, Marcela (1997). Claves feministas para el poderío y la autonomía. Nicaragua: Puntos de Encuentro.
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