Hay todo tipo de días para festejar a todos los gremios y reivindicar hechos importantes. Hay días cursis y otros que van camino a serlo.
Pero hay muchas razones para celebrar una rica historia que empieza con la invención de la guitarra eléctrica (gracias de nuevo, Les Paul), que conoce su masa crítica en la escena londinense entre 1967 y 1971 (de la cual salieron los grupos que consideramos clásicos), que se matiza con su fusión con el blues y que se expresa en los grandes álbumes, entre los cuales, para mí, siempre destaca especialmente el Sgt. Pepper’s.
Podemos estar felices de conmemorar el rock. Algunos lo harán en sus redes sociales o simplemente escuchando algo diferente a las noticias mientras están atascados en el tránsito. Yo lo hago con un profundo agradecimiento por uno de los elementos esenciales de mi vida.
No me atrevo a hacer una lista de clásicos o a citar momentos memorables en la historia del rock. Escribo sobre eso, pero les dejo esa tarea a los sitios especializados y a los melómanos. Mientras tanto, disfruto Echoes en una vieja grabación de Pink Floyd en Pompeya, que combino con Feel It Still, de Portugal The Man, en un ejercicio de eclecticismo puro y duro que rematan los Black Keys con Fever.
Para mí es suficiente decir que en sus inicios el rock fue (y espero que siga siendo) un llamado a la contracultura y a la rebeldía. Una invitación a pensar diferente. A reaprender a tocar la guitarra como Tommy Iommi, tras su accidente, para inventar el sonido característico del heavy metal. A decidirse, como The Doors, a grabar su mejor álbum en un estudio improvisado luego de ser expulsados del estudio de grabación por la disquera, cansada de un Morrison eternamente borracho.
Y aquí hay un recordatorio importante. El rock no debe ser romantizado. Es lo que es. Tiene momentos gloriosos, pero también una cara oscura, con momentos de leyenda negra como John Bonham, que jamás despertó después de 40 shots de tequila, o de Jimi Hendrix, ahogado en su vómito. Las adicciones son parte de la historia, pero no deben ser parte del legado del rock, que no debe constituirse en un piloto automático en cuenta regresiva hacia la autodestrucción. Ese es, por ejemplo, el mensaje de la exesposa de Scott Weiland, vocalista de Stone Temple Pilots.
Yo, por ejemplo, prefiero pensar en momentos como Dazed and Confused, de Led Zeppelin, como la banda sonora de un viaje eterno en el que cruzo, allá por finales de los 90, el parque nacional del Cotopaxi en un viejo jeep a punto de desintegrarse. Esa es seguramente mi imagen más certera del rock: el acompañante perfecto en todo tipo de carreteras, que no tiene miedo a alternar con maldiciones al tránsito, a otros conductores, al clima y a la existencia del género humano. Porque, ante todo, el rock es un tema profundamente personal. Es mi opción.
El 13 de julio es también el cumpleaños de una de mis hijas. Y no es casualidad. Me lo digo a mí mismo cuando la escucho tarareando The Trooper mientras sube y baja las escaleras. Mi otra hija, por su parte, a los cuatro años decidió inventar el día internacional de las princesas (horror en forma de disfraz de princesa Disney). Una cuestión de actitud y de opción, profundamente personales.
Como AC/DC: «For those about to rock, we salute you!».
Feliz Día del Rock (que fue ayer).
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