Llegué a la zona cuatro a mediodía. Había quedado de juntarme allí con unos amigos para caminar hacia la Plaza de la Constitución. Al salir del estacionamiento —sobre la séptima avenida— escuché el sonido de tambores y vuvuzelas. Un escalofrío —esa sensación de estar frente algo grande, único y bello; como cuando abres la puerta de tu apartamento, y se asoma esa persona que deseas tanto volver a ver, y te abraza fuerte, y cierras los ojos, y su olor te invade, y el tiempo se detiene— recorrió mi espalda.
Debía caminar unas cinco cuadras hacia el lugar en que había quedado de reunirme con mi gente. Volteé a ver, pero los estudiantes aún no aparecían. Al lado, desperdigados, pasaban caminando algunos jóvenes que portaban banderas de Guatemala. Otros vestían la camisola de la selección.
Sonó mi teléfono. Contesté. Del otro lado de la línea, un cliente me preguntaba si le llevaría una muestra que me había pedido. Le respondí que habíamos cerrado la oficina en apoyo al paro. De forma inconsciente, y para poder entenderle, me aparté de la séptima avenida. Busqué refugio detrás de un árbol, intentando en vano escuchar mejor.
—¿Y usted está en la calle o en el estadio? —dijo mi cliente, mientras me sacaba de este estado profundo de concentración, donde sin éxito intentaba escucharle con claridad. Levanté la mirada, y le dije que le debía colgar.
—¿Todo bien? —preguntó antes de desconectar.
—Nunca he visto algo así. —Fue lo único que alcancé a responder.
Cuando regresé de nuevo a la séptima avenida la columna de estudiantes estaba a unos cien metros de distancia, pero la energía que todos ellos transmitían me rebasó. A veinte metros había una pasarela. Arriba, varios fotógrafos preparaban sus cámaras para dejar registro de lo que sería la mayor marcha de protesta en la historia del país. Corrí para subirla, y observar el paso de los universitarios.
Fue impresionante. El enjambre de personas llenaba por completo el carril. Empezaba donde la ruta seis se junta con la séptima avenida, y llegaba justo debajo de la pasarela desde donde boquiabierto los observaba. Quienes venían encabezando la manifestación pasaron. Antes de bajar intenté encontrar a la última persona del bloque. Fue imposible. La gente seguía apareciendo. Tomé un par de fotos, y bajé para encontrarme con mis amigos.
Camino a la Plaza tuve bastante tiempo para pensar.
“¿Será que renuncia o sigue haciéndose la bestia? He apostado tantas veces a que sale del gobierno, que no quiero perder un centavo más. Ha costado tanto sacar a este infeliz del gobierno que debería ser de apellido Arzú. Es peor que un herpes.”
Al entrar al centro, el ruido de los tambores y vuvuzelas era mucho mayor. Las paredes de los edificios contenían el sonido y —siendo testigos aún vivos de despertares que nunca vieron un amanecer— lo amplificaron cómo espíritus de otras dimensiones que por un instante se materializaban. También gritaron con nosotros: ¡aquí estamos!
Nunca me he sentido orgulloso por ser guatemalteco. No puedo. Haber nacido aquí fue fortuito, una jugada del destino. Tampoco puedo sentirme orgulloso de los volcanes, los lagos, los ríos y los paisajes. No tuve nada que ver con su creación.
Sin embargo, desde que empezaron las manifestaciones siento que algo cambió en la mirada de la gente. Tal vez sea solo yo, y mi imaginación, quienes a veces buscamos esperanza donde no es posible encontrarla.
Ayer, mientras caminaba rodeado de jóvenes, volví a sentir el escalofrío.
No es que me sienta orgulloso de ser guatemalteco, me siento afortunado.