Hombres blancos, de traje oscuro y corbata, flanqueados por otros hombres, también trajeados y encorbatados, vestidos de ocasión y con cara de circunstancia. Ellos, patriarcas del Estado nación oligárquico, salían de nuevo a dar la voz de mando para oponerse a la reforma constitucional, particularmente la referida al reconocimiento del pluralismo jurídico.
El cambio en la Carta Magna, que incluye que el Estado asuma la existencia armónica de varios sistemas jurídicos, es rechazada porque, en esencia, altera la estructura del Estado nación construido en los cimientos del racismo. En 1999, cuando se intentó la reforma derivada de los acuerdos de paz, se argumentó el reconocimiento constitucional de una sociedad multicultural, multiétnica y multilingüe. Pero también entonces se recurrió al mito de que esto dividiría a la sociedad. En el fondo se escondía el miedo racista a perder privilegios detentados desde hace cinco siglos.
La puesta en escena de esta semana ha sido la guinda en el pastel de la campaña lanzada en las semanas recientes para argumentar la oposición elitista a la reforma. Primero, en redes sociales, desde perfiles de grupos de jóvenes blancos, de clase media urbana capitalina, se impulsó el argumento de que el derecho indígena violentaba los derechos de las mujeres. Por lo tanto, afirmaban, no era prudente reconocer el pluralismo jurídico. Luego surgió la tesis de la división social. Tanto en titulares de noticias como en notas de opinión se planteó que el debate sobre el derecho indígena dividía a la sociedad.
En realidad, el elemento que fracciona las visiones no es el contenido de un sistema como tal, sino el racismo arraigado en las élites y en sus conglomerados satelitales. Al final de cuentas, el racismo es uno de los valores que inspiran a las élites y que nutren su odio discriminador. Así lo demuestran, entre otros elementos, las declaraciones de las personas entrevistadas por Marta Elena Casaús Arzú para su obra Guatemala: linaje y racismo. En una de estas, un industrial de 49 años le dice: «La única solución para esa gente sería una dictadura férrea, un Mussolini o un Hitler que la obligara a trabajar y a educarse o que los exterminara a todos». Como esa hay cientos de citas de hombres y mujeres, de diversas generaciones de la élite criolla, a quienes entrevistó la historiadora. Al final desarrolló la tesis según la cual el genocidio en Guatemala ha sido la máxima expresión del racismo, una conclusión científicamente sustentada en sus investigaciones.
Al respecto, Juan Hernández Pico, al analizar el racismo presente en el rechazo a las reformas en 1999, señala: «Se trata de un racismo inconfesable pero omnipresente si no se hacen esfuerzos conscientes para superarlo y rechazarlo. En el debate que acompañó la Consulta Popular, este racismo aparecía cuando se afirmaba que las reformas “nos van a dividir”, que no se puede “dar privilegios” en la Constitución a unas etnias sin dárselos a otras, siendo así que, en la práctica, cualquier ladino, incluso el más pobre, ha considerado siempre que podía mirar de arriba abajo a cualquier indígena. Aparecía cuando se afirmaba que nombrar especialmente a las etnias mayas en la Constitución sería quebrar el reconocimiento de “la igualdad de todos ante la ley”, mientras en la vida diaria se mantiene la varias veces centenaria “mayor igualdad” de algunas etnias, clases, grupos y conglomerados».
Casi dos décadas después del primer intento de enriquecer la Constitución con una reforma que reconozca la verdad innegable del pluralismo, volvemos a tener las mismas dificultades. La élite criolla oligarca poderosa vuelve a reclamar que aquí solo sus chicharrones truenan y que debemos aceptar su negativa como una orden inapelable. Sin embargo, las cosas algo han cambiado desde 1999. Hay más sectores convencidos de la necesidad del cambio, de un cambio que ha de ser para bien de la mayoría. Ese cambio requiere comenzar por el reconocimiento del pluralismo jurídico. Lejos de retroceder, Guatemala avanzará si da el paso hacia la incorporación del sistema jurídico indígena. Tiempo es ya de que los 500 años de atraso político, económico y social empiecen a superarse. Los hombres del patriarcado oligarca, sus trajes oscuros y sus corbatas tendrán que entender que el cambio es indispensable y que, de persistir en su tozudez, la historia los juzgará como el rostro del rezago, la ignorancia y la barbarie.
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