Sabedores de lo ilícito de su comportamiento, los delincuentes de cuello blanco han preferido financiar, por debajo de la mesa, cuerpos represivos y partidos políticos en los últimos 50 años. Los unos, para imaginar una guerra de grandes proporciones que les propiciara ganancias incontrolables; y los otros, para mantenerles negocios e impedir su persecución legal. Hasta hace algunos meses todo había sido miel sobre hojuelas, pues con miles de artificios pseudolegales, y contando con la complicidad de autoridades y de jueces, la impunidad fiscal era la norma. Dejaron de pagar cientos de miles de quetzales anualmente al fisco y al IGSS, amparados en el supuesto de que todo lo ingresado en sus máquinas registradoras era suyo y de que, si pagaban, los políticos por ellos puestos se lo iban a robar.
Resultó, sin embargo, que, tirado el hilo de la madeja de la corrupción, suponiendo que los peces gordos eran ajenos al poder político y militar, los fiscales vinieron a darse de bruces con un gigantesco entramado de negocios turbios en el que las dos caras de la medalla están íntimamente emparentadas: corruptos y corruptores tienen los mismos intereses y las mismas ideologías, y ambos obtienen jugosos beneficios.
El llamado caso La Línea resultó siendo la puerta que dejó salir muchos de los monstruos que el amancebamiento político y económico ha engendrado. Con mucha propiedad, los fiscales llamaron al último de los casos Cooptación del Estado, pues, en la práctica, lo que se hizo fue poner el Estado al servicio de los intereses espurios de un nutrido número de cuatreros disfrazados de empresarios y políticos. Según lo publicitado, si bien no están todos los que son, los que ahora están evidentemente lo son.
Pero la práctica de crear empresas de cartón, que sirven para facturar servicios no prestados y lavar activos, no es exclusiva de las mafias que medran con los recursos públicos. Los evasores, particularmente los más grandes, hacen uso de esos instrumentos para no trasladar al fisco lo debido. Y con el destape de la corrupción en el Estado los fiscales se vieron finalmente liberados de las trabas de la impunidad e hicieron que el poder judicial actuara sin corromperse. Es evidente que el Ministerio Público y los mismos jueces no habrían actuado como lo están haciendo en la persecución de los delincuentes fiscales si la madeja de la corrupción no hubiera comenzado a ser desenredada con los casos arriba señalados. La lentitud que grandes empresas habían logrado imponer a la justicia parece estar llegando a su fin, con lo que algunos delincuentes han tenido que asumir sus faltas y pagar sus deudas. Cierto, hasta ahora no están todos los que son, pero también hay que tener claro que no todos los grandes empresarios son evasores, como tampoco todos los evasores son grandes empresarios.
La cultura de la ilegalidad, como bien llamó el comisionado Iván Velásquez a esa enraizada práctica en la que los guatemaltecos nos hemos sumido para obtener beneficios no merecidos, se aparece por todos lados, como puede verse con los empleados del Congreso de la República, quienes, beneficiados por prácticas ilegales e ilegítimas, tratan por todos los medios de mantener sus prebendas. Nada de esto estaría pasando si las riquezas, grandes y pequeñas, no hubiesen sido constituidas en su mayoría en el usufructo ilegal de los recursos públicos. A ningún hotelero, constructor de puertos o carreteras, dueño de farmacias, etcétera, se le podría ocurrir pagar sobornos o tener empresas de cartón para apropiarse de impuestos si la responsabilidad fiscal y el cumplimiento del deber fuesen una práctica socialmente asumida. Pero el clientelismo y el patrimonialismo imperantes por décadas nos tienen donde ahora estamos. Justificar la evasión bajo cualquier argumento es promover la impunidad, así como estimular el tráfico de influencias es fuente de toda corrupción.
Es necesario que en la sociedad se asuma que los impuestos son contribuciones que los consumidores pagan para tener servicios públicos de calidad. No salen de la bolsa del hotelero, del constructor o del comerciante. Salen de la bolsa de quien les compra los bienes y servicios. El propietario tampoco hace el favor de dar trabajo. Son los trabajadores los que hacen que aquel pueda tener beneficios. De ahí que todas las contribuciones son producto directo del trabajo, y no del capital. Y si el trabajador debe contribuir, también debe hacerlo el empresario, cuya ganancia es solo aquello que resta después de haber pagado salarios, tributos y contribuciones.
En esta oscura jungla de evasiones, de empresas de cartón, de empresarios corruptores y de políticos corruptos, algunas cuestiones aún están poco explicadas y es necesario ponerles atención. Si bien es importante que los grandes evasores paguen cuanto antes los adeudos sin derecho a ninguna amnistía fiscal, no es posible imaginar libertad condicionada en hospital de lujo a quienes por años han cometido delitos fiscales al simular gastos y falsificar documentos. Si las sanciones por la evasión se anulan con el pago de lo adeudado, los delitos solo se redimen con sentencias de juez competente.
Queda por aclarar la rapidez con la que esos grandes evasores y delincuentes fiscales lograron reunir tan grandes cantidades de dinero. Ninguna empresa mantiene en sus ahorros tanto dinero, y ningún banco serio es capaz de hacer préstamos en un tronar de dedos. Es necesario que la ciudadanía, la de a pie, esa que día a día está expuesta a la extorsión y al asesinato, sepa cómo y de qué manera esos grandes empresarios pueden pagar millones de quetzales sin afectar la liquidez empresarial ni mediar mayor trámite. Descubiertas las garrapatas, hay que extirparlas por completo.
Más de este autor