Contar con una trabajadora que se encargue de las labores domésticas es un lujo que no se lo da cualquier familia guatemalteca, pero es una costumbre común entre las clases media y alta urbanas y ladinas. Se calcula que 198 000 mujeres se dedican a este trabajo y que el 62 % son indígenas que emigran a la ciudad con el sueño de mejorar su calidad de vida y la de sus familias.
En 2014 se conoció la canción Pa’ capital, que narra la historia de una joven que tuvo que dejar su pueblo, San Antonio Palopó, Sololá, a los 14 años, cuando sus papás le dijeron que ya no podían pagarle sus estudios, y que huyó para venir a trabajar a la ciudad. La intérprete de la canción, Raquel Pajoc, originaria de San Juan Sacatepéquez, cuenta que esa historia es también la de muchas otras niñas y mujeres. Ella, por ejemplo, ya no pudo continuar estudiando a los 9 años, por lo que decidió ir a la capital para trabajar y poder pagar sus estudios y ayudar a su familia.
Estas mujeres vienen de lugares lejanos, sin conocer nada —literalmente—, y se enfrentan a una ciudad llena de peligros no solo por el hecho de ser mujeres —que ya es un peligro en sí—, sino porque además son indígenas y extranjeras en su propio país.
Cuando finalmente logran conseguir un trabajo, deben aceptar lo que les ofrezcan porque, por mínimo que sea, será más de lo que tenían. La mayoría de las veces estas condiciones son terribles y vergonzosas, comenzando porque muchas de ellas viven en las casas donde trabajan. ¿En qué otro trabajo existe esto? Nos parece tan normal, pero hace unos días una amiga extranjera me contaba que le impactó saber que eso sucedía y decía: «No entiendo por qué alguien llega a hacer limpieza a casas de otras personas. Digo, si es tu casa, límpiala tú». Y me sonó lógico. Me contaba que en el país de origen de ella sí hay personas que trabajan haciendo limpieza en casas ajenas, pero que se contrata como un servicio, como un trabajo cualquiera, regulado.
Y es que, ciertamente, las empleadas del hogar trabajan sin regulación alguna, sin horario, sin un sueldo mínimo, sin derechos, sin prestaciones, sin la protección de nadie.
En este contexto, el Consorcio de Organizaciones Sociales y Sindicales de Mujeres en la Economía (Cosme) y la Asociación de Trabajadoras del Hogar a Domicilio y de Maquilas (Atrahdom) han vuelto a plantear la necesidad de luchar por los derechos de estas mujeres trabajadoras. Piden que se regule un salario mínimo y que se brinde seguridad social. Se plantea que este salario fije un monto por día, jornada o mes para que no se dejen engañar con menos de lo justo. También exigen que se regule lo que deben recibir en efectivo cuando vivan en las casas de los patronos, ya que a veces terminan trabajando solo para tener un techo y comida a cambio de su explotación.
Desde el 2011 se ha planteado el tema en el Congreso sin éxito. Sin embargo, como cualquier otro trabajo, debemos exigir que este sea regulado justamente y garantizado si no queremos que permanezca como una variante de la esclavitud de nuestros días. Para muchos será innecesario, pues confían en las buenas intenciones de los patronos y porque «la muchacha es como parte de la familia». O se hace referencia a cada una de ellas como la persona que ayuda en la casa. Pero lo que sucede aquí es que se intenta esconder una clara relación laboral que debe ser reivindicada.
* En 2013 escribí una columna titulada Las «muchachas» como un primer acercamiento al tema.
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