Por lo pronto, el 59 % de la población presenta grandes índices de pobreza en sus poblaciones (tomando los estándares fijados por la Organización de las Naciones Unidas, con dos dólares de ingreso diarios). A ello debe agregarse que el país proviene de una gran guerra interna que dejó saldos tremendos tanto en pérdidas humanas (muertos y discapacitados) como en daños materiales. Conflicto que, en general, ha sido muy poco abordado como factor que afecta la salud mental de las poblaciones en el mediano y largo plazo, por lo que sus efectos aún perduran y provocan que en la sociedad guatemalteca actual se encuentren altas cuotas de violencia, expresadas de distintas maneras, lo que también conspira contra un clima de salud mental.
Una sociedad empobrecida, violentada, que proviene de una experiencia bélica tremenda y con una profunda historia de autoritarismo a sus espaldas (formas de gobierno autoritarias en las que predominaron dictaduras militares, así como relaciones sociales también marcadas por el autoritarismo vertical, el patriarcado, el adultocentrismo y la homofobia), atravesada igualmente por un racismo furioso: todo eso da como resultado unas condiciones de vida que no propician precisamente la armonía, la paz social, el bienestar.
Sabiendo de lo complejo del tema de la salud mental (noción mucho más político-social, ideológica y cultural que biomédica), tratando de entender por ella el «sano y productivo relacionamiento con el medio circundante», es evidente que sobran motivos que van contra ella. Si salud mental de alguna manera tiene que ver con ser medianamente feliz, con poder resolver productivamente los problemas de la vida, con autorrealizarse, es evidente que en el país todo eso es bastante difícil, por no decir casi quimérico. «En Guatemala, solo borracho se puede vivir», expresó alguna vez el premio nobel Miguel Ángel Asturias. No se equivocaba.
Rápidamente hay que despejar un equívoco: la salud mental no está asegurada solo por una sumatoria de condiciones materiales concretas. Tener resueltas las necesidades básicas, vivir en un entorno agradable, comer todos los días: todo eso constituye una condición indispensable para la calidad de la vida, pero no asegura por fuerza que, aun teniéndola, alguien no presente problemas ligados a lo que llamamos salud mental. ¿Se puede prever o incluso asegurar que alguien no se deprima, no se angustie, esté libre de conflictos, no transgreda normas, no presente síntomas e inhibiciones, en algún momento no le encuentre sentido a su vida, no abuse de sustancias psicotrópicas o esté libre de prejuicios?
La atención primaria es el mejor camino para promover la salud. Desde la histórica conferencia de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de Alma-Ata, Kazajistán, en 1978, ese es el camino trazado para promoverla y que los países que presentan los mejores índices han seguido. La pregunta abierta es cómo plantearse esta estrategia cuando se trata de salud mental. Sin dudas, eso es difícil. Si algo podemos aportar al respecto es dejar indicado que una atención que no niegue ni tape los conflictos en la esfera psicológica debe apuntar a hablar de ellos. Por ahí debería ir la cuestión: no estigmatizar los problemas (comúnmente llamados, quizá de forma incorrecta, mentales), sino permitir que se expresen. Dicho en otros términos, priorizar la palabra, la expresión, dejar que los conflictos se ventilen. Esto no significa que se terminarán las inhibiciones, la angustia, el malestar que conlleva la vida cotidiana, las fantasías, los síntomas. ¿Cómo poder terminar con ello si es el resultado de nuestra condición? La promoción de la salud mental es abrir los espacios que permitan hablar del malestar. ¿Qué significa eso? No que podamos llegar a conseguir la felicidad paradisíaca, a evitar el conflicto, a promover la extinción de los problemas. En tanto haya seres humanos habrá diferencias, y eso es ya motivo de tensión.
Pero la visión biomédica (y comercial) del asunto no va por ahí, sino que medicaliza/biologiza el malestar y lo tapa con fármacos. Tenemos entonces un planteo puramente asistencial, pero falta lo más importante: la dimensión preventiva.
Para decirlo con palabras textuales de quienes investigaron hace algún tiempo el tema y aportan datos precisos, citamos un estudio de la OMS y de la OPS (Organización Panamericana de la Salud) de 2006[1] referido a Guatemala, Nicaragua y El Salvador. Puede leerse allí: «Actualmente no existe una política ni legislación sobre salud mental, pero sí planes para la implementación de acciones de salud mental [y algunas acciones específicas como] intervención en desastres». Esto indica desde ya una posición definida respecto al campo en cuestión: la salud mental importa poco o no importa. Se mueve reactivamente, según mitos y prejuicios ya establecidos, sin hacerse necesario un instrumento jurídico que la enmarque.
De hecho, es el pariente pobre en el campo sanitario: «De los gastos de salud, solo el 1 % está destinado a salud mental. Y de este, alrededor de un 90 % o más está destinado a gastos de hospitales psiquiátricos»[2]. No caben dudas de que sigue primando una visión psiquiátrico-manicomial del asunto y de que todo lo que tenga que ver con atención primaria, prevención y promoción queda solo como declaración, como algo más cosmético que efectivo. La salud mental se sigue concibiendo en términos de enfermedad: es sano mentalmente el que no delira. Una cuota de malestar intrínseco a la civilización y el conflicto como dimensión normal de la dinámica humana no existen en esta cosmovisión. Prima la visión biológico-estadística que busca silenciar el disturbio, lo anormal. De ahí la importancia del manicomio, de la reclusión, del abordaje curativo (por cierto, con métodos cuestionables, como la hipermedicación, el electrochoque e incluso el manual de autoayuda que brindaría el camino a la supuesta felicidad).
Continuará.
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[1] Organización Mundial de la Salud / Organización Panamericana de la Salud (2006). Informe sobre los sistemas de salud mental en Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Managua: OMS/OPS.
[2] Ídem.
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