Y es que, si usted es de los que siente que el tráfico está peor cada día, hay datos que confirman su intuición: cada día se suman 761 vehículos al tráfico del país, lo que en 2016 sumó 280 000 vehículos, un 9.4 % de aumento en el parque vehicular respecto a 2015.
Quienes tenemos carro nos quejamos por el tráfico insoportable, pero al menos podemos pasar el mal rato oyendo música, yendo solos para manejar el mal humor y, con suerte, prender el aire acondicionado. Eso sí, hay que estar atentos para esquivar a los asaltantes en sus dos modalidades: peatones y motociclistas.
A diferencia de otras ciudades en las que la clase media utiliza el transporte público por practicidad, aquí dicho estamento trata de conseguir cualquier pichirilo a como dé lugar. Y es que tener vehículo en esta ciudad ya no es solo sinónimo de estatus, sino también una estrategia de sobrevivencia ante el peligro que significa viajar en el transporte público.
Por su parte, las autoridades se quiebran la cabeza con medidas rebuscadas e inútiles para calmar el tráfico, como andar construyendo pasos a desnivel. Pareciera que no quieren ver la solución que sería obvia para cualquier planificador urbano: el transporte público. No obstante, para el caso de Guatemala, entrarle al transporte público no es un asunto únicamente de mejorar o ampliar el servicio. Se trata de resignificarlo y redignificarlo. Dignificar a los usuarios, a los pilotos y a los niños que han quedado huérfanos como consecuencia de estas guerras urbanas que solo muerden a los más empobrecidos.
Y es que la pesadilla del transporte público en la ciudad es un problema no solo de ineptitud en materia de planificación urbana y de corrupción de las autoridades y de los empresarios, sino también uno que está atravesado por el racismo y el clasismo que caracterizan al país.
Utilizar este transporte es desafiar cada día al tiempo, a la vida, a la muerte y a los nervios. Es acostumbrarse a subirse a un bus con perforaciones de bala en la ventana del piloto. Es ver caritas felices pintadas en la entrada que indican el estado del pago de la extorsión del bus. Es resignarse a saber que más de algún día te van a poner. Es encomendarse a Dios para nunca presenciar una balacera dentro del bus o no ser violada. Es tener que soportar los acosos sexuales y el reguetón a todo volumen. Es aguantar las competencias por pasaje y callar ante los abusos de los pilotos y los brochas. Es armarse de paciencia para esperar el bus. Es saber que cualquier día se puede llegar tarde al trabajo porque hay buses en protesta por el asesinato de algún piloto que se negó a pagar la extorsión o no pudo hacerlo. Es vivir de una forma no humana, antinatural, a diario.
Todo esto no es ningún secreto ni pasa en calles oscuras a mitad de la noche. Pasa todos los días, a plena luz del día, frente a los ojos de todos. Y siguen pasando los años y nadie hace nada. Es absurdo y muchas preguntas son recurrentes e inevitables. ¿A quién le conviene que se mantenga esta situación? ¿Por qué? ¿Qué tanto gana para que su beneficio valga más que la dignidad y las vidas de miles de personas?
Un gobierno más transcurre y la verdadera pregunta es: ¿a alguien le interesa resolver este problema más allá del mero congestionamiento del tráfico? ¿A alguien le interesa resolver el problema del transporte público, que más allá de ordenamiento urbano significa dignificar y salvar vidas?
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