Mi temperamento, pacífico y tranquilo, busca automáticamente el consenso, apela a la empatía y rehúye, muchas veces a mi pesar, poner el dedo en la llaga y presionar con todas mis fuerzas. Me ha costado muchos años —admito que aún me cuesta— no avergonzarme de los privilegios que mis abuelos y padres me dieron con mucho amor y esfuerzo. No hay que confundir esto con ingratitud. Soy de los pocos en este país que rara vez se ha preocupado por techo, ropa, comida, acceso a servicios de salud, tr...
Mi temperamento, pacífico y tranquilo, busca automáticamente el consenso, apela a la empatía y rehúye, muchas veces a mi pesar, poner el dedo en la llaga y presionar con todas mis fuerzas. Me ha costado muchos años —admito que aún me cuesta— no avergonzarme de los privilegios que mis abuelos y padres me dieron con mucho amor y esfuerzo. No hay que confundir esto con ingratitud. Soy de los pocos en este país que rara vez se ha preocupado por techo, ropa, comida, acceso a servicios de salud, trabajo, transporte y educación, por poner algunos ejemplos. A esto sumemos que soy ladino, capitalino y hombre. Rasgos que lamentablemente en Guatemala me ponen a la delantera en acceso a oportunidades y casi en la cima de la cadena alimenticia de nuestra selva machista-racista-centralista. Gracias en gran medida a mis padres soy consciente de esto. Y también gracias al proceso intensivo de politización que he experimentado en los últimos 15 meses, que me planta con frecuencia frente a un espejo que me cuestiona, no me suelta y me duerme las manos.
Dejarse interpelar por la realidad de otros sigue siendo un remedio infalible ante el egocentrismo, el etnocentrismo y todos los ismos que marcan el discurso predominante. Esa fue una de las razones por las que acepté participar como comentarista virtual en un debate nacional organizado por la Fundación Esquipulas para poner en común las visiones de país de diversas voces de sectores y de contextos muy distintos, a raíz del impacto provocado por los casos del MP y la Cicig. Un espacio para tratar de entender las perspectivas y realidades de otras personas, en especial de aquellas con las que no tengo contacto alguno.
El nombre del debate comenzaba con la frase «después del tsunami». Tratando de aterrizar algunas ideas para llevar al debate, algo no terminaba de casar. No sabía que ya había pasado el tsunami y no estoy seguro de que lo que hemos vivido en los últimos meses califique como tal. Es cierto que estamos viendo casos emblemáticos y sin precedentes. He visto de cerca el efecto que algunos de estos casos han tenido en dinámicas familiares, en ambientes laborales y hasta en relaciones de pareja. Pero, si esto fuese un tsunami, ¿no debería afectarnos a todos? La ola gigante no debería perdonar sectores ni favores por cobrar. No debería esquivar la irresponsabilidad de ciertos medios ni las estructuras paralelas históricas. Tampoco nos ha arrastrado a quienes tenemos la posibilidad de seguir con nuestras vidas con absoluta indiferencia y normalidad. Puede que el tsunami nos salpique, pero nuestros privilegios nos mantienen a flote, surfeando la ola gigante, mientras la mayoría se ahoga en el oleaje diario. Ese que rara vez notamos, hasta que nos interrumpe la rutina por un bloqueo de unas horas, cuando alguien se enferma o renuncia o cuando nos toca atender a los hijos. Otra vez el pinchazo en el estómago.
Los privilegios son el resultado de la inequidad en nuestra sociedad. Nadie escoge las condiciones en las que nace y lo crían. Sin embargo, sí podemos buscar la manera de reducir esa inequidad. Podemos escoger el uso que hacemos de esos privilegios. Podemos usarlos de plataforma para resolver problemas colectivos, amplificar un discurso de reconciliación, ejercitar la humildad y el servicio desinteresado, crear espacios laborales que sean fuente de verdadera dignidad y ver más allá de nuestra pequeña isla. Si no siento los pinchazos, significa que no se está desinflando el flotador. Eso sí que sería una vergüenza.
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