Del diente al labio, los guatemaltecos todos nos decimos contrarios a la corrupción y defensores del cumplimiento estricto del séptimo mandamiento de la tradición católica y octavo de las protestantes y ortodoxas: no robar. Les percibimos, sin embargo, distintas dimensiones a los hechos según el lugar ocupado por los actores en las jerarquías económicas y de poder. De esa cuenta, ha sido común considerar la aprobación de lo público no como un vil robo o hurto, sino simplemente como la ampliación de los beneficios por el cargo ostentado, y se le llama comisión a la parte recibida por extraer del fisco más recursos que los legítimos ante la adquisición de un bien o servicio.
Ante esa práctica del poderoso, al de menos poder se le ha hecho creer que evitar el pago al fisco es una cuestión hasta necesaria, sea porque otro se lo roba (justificación propia de los que imaginan un Estado enemigo de las personas), sea porque es parte de lo mío (justificación común de los que deifican y absolutizan el mercado y la explotación de otros como la base del bienestar personal).
Pero resulta que, si queremos vivir en sociedad (unos entre los otros), es necesario establecer reglas y contribuciones para el buen funcionamiento de lo colectivo, para que todos y cada uno tengamos derecho a servicios públicos que van desde la justicia pronta e igualitaria hasta caminos, puentes, alumbrado público y, sobre todo, educación y salud. Las contribuciones fiscales son, al final de cuentas, la parte de nuestro trabajo dedicada a financiar lo que entre todos usamos. Se nos quitan porque, así como las erogaciones de capital son fundamentales para obtener ganancia, aquellas lo son para hacer posible nuestra vida en colectivo. Solo aquel que quiera vivir al margen de la sociedad, aislado de todos y de todo, puede decir que no tiene obligaciones colectivas.
En una sociedad con un capitalismo tan primitivo y deformado como la guatemalteca, buena parte del mercado aún opera en la informalidad, que no es otra cosa que ser ajenos al cumplimiento de algunas de las obligaciones colectivas. El que vende las naranjas de su huerto recibe tan poco que apenas si le alcanza para comer. Pero esto no es igual para aquel que vende bienes y servicios al sector público, donde el funcionario debe velar por que, utilizados de la mejor forma, sean no solo adecuados para los fines institucionales, sino también de la mejor calidad y al mejor precio. ¡Y el vendedor debe cumplir con las contribuciones fiscales y las normas legales! Amañar alguno de los procesos implica irresponsabilidad fiscal y, en consecuencia, defraudación a la sociedad.
Pero tal parece que todo este razonamiento, simple y sencillo si viviéramos en una sociedad donde los valores éticos fueran de debate y práctica cotidiana, ha estado fuera de la formación de la familia Morales y de todos aquellos que justifican con infinidad de argumentos el comportamiento del muchacho. En su declaración, este ha afirmado que actuó así porque lo consideró legítimo, porque así lo hace la mayoría, con lo cual quedó en evidencia que es una práctica que ni en su casa ni en su colegio ¡ni en su Iglesia! ha sido criticada y cuestionada, sino, por lo que se ve, estimulada.
No debemos, pues, rasgarnos las vestiduras y pedir la renuncia de su padre al cargo que legítimamente obtuvo. El asunto en este caso no es de política pública, sino de ética social. José Manuel nos ha dicho, con su ingenuo proceder y decir, que como sociedad hemos venido justificando el robo a los otros a través de la evasión fiscal, que hemos construido una sociedad basada en la falsedad y en la trampa, en la que no se premia al justo y responsable, sino al que tiene los contactos para obtener documentos falsos y engañar así al fisco.
Él, con su proceder y declaración, les está diciendo a sus padres, maestros y pastores que ellos le enseñaron a ser falso y tramposo, ya que le dijeron que así debe ser el hombre exitoso. Y, ¡machismo de los machismos!, es con trampas y negocios turbios como se gana el afecto de una mujer.
Mucha responsabilidad pública y privada tiene el sonriente y amoroso tío, pues, en lugar de influir en el recto comportamiento de su sobrino, sirvió de intermediario para la comisión de los delitos, lo que hace suponer que no es la primera vez que obtiene y proporciona facturas falsas para justificar negocios sobrevalorados y dice que son peras dulces cuando lo que entrega son manzanas podridas. Esta es quizá la parte más tristemente aleccionadora del asunto: es en la familia donde se estimula y promueve la delincuencia. Porque Samuel Morales no es un cualquiera en el entorno de José Manuel. Es hermano de su padre y, como tal, más que cómplice, ha sido el responsable directo de la comisión del delito.
Todo hace suponer, además, que esta no era la primera operación comercial falsa y delictiva que el tío realizaba, ya que consideró de lo más natural y corriente el pedido del sobrino. Y, si colaboró con él para conquistar la simpatía de la novia, ¿que no podemos imaginar que haya hecho para ayudar a otros a conquistar beneficios menos sentimentales pero más abultados?
No hay tampoco excusa para la cantidad de lo negociado. No era una transacción informal, sino todo un negocio formal, con el Estado como comprador de por medio. De ahí que la responsabilidad legal sea mayor y el comportamiento de los implicados simple y llanamente delincuencial.
El nivel ético de la familia Morales, al menos en lo que se refiere a la responsabilidad fiscal, ha quedado más que evidenciado, pues José Manuel no actuó como un adolescente que se rebela contra las normas, sino como un bien educado miembro de su familia y de su sociedad, donde el engaño y la trampa son no solo bien vistos, sino también apoyados. Esto es lo que debe preocuparnos: que quien se dice «ni corrupto ni ladrón» ha dejado que en su hogar se consolide y desarrollen prácticas corruptas.
Ojalá el caso sirva para que el colegio, la Iglesia ¡y la familia! de José Manuel abran el debate y la discusión sobre la responsabilidad fiscal, sobre el sentido real y profundo del robo, y no se dediquen solo a sobarle la espalda y decirle: «¡Pobre patojo! ¡Te descubrieron!».
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