Partidos y políticos se convirtieron en degenerados instrumentos mediante los cuales grupos con amplio y alto poder económico incrementaron su control del Estado y sus riquezas en detrimento del desarrollo y el crecimiento equitativo del país. Utilizaron para ello a funcionarios y empleados que, necesitados de obtener sus remuneraciones, se prestaron a realizar el trabajo sucio, justificados en esa cultura patronal en la que el poderoso y el adinerado siempre tienen la razón.
Si en el caso Coperacha vemos a una típica familia de mafiosos entregando el diezmo de sus ingresos mal habidos al jefe de la familia, que esconde así el origen de sus bienes y riquezas, en el de Cooptación del Estado quedó al descubierto que todos esos caciques o patrones que contribuían para los regalos no eran sino eslabones finales en una cadena de corrupción en la que los principales y últimos beneficiarios eran los que desde afuera abastecían empresas de cartón —sin entrega efectiva de los productos supuestamente facturados— bajo el entendido de que ya en el ejercicio del poder se verían privilegiados con contratos onerosos en los que, de nuevo, la calidad y la cantidad de los productos podrían no corresponderse con el valor asignado. Sin competencia en supuestos concursos y licitaciones, de nuevo los proveedores eran falsas empresas que apenas cumplían con los requisitos mínimos de los contratos. Hubo excepciones, como las empresas constructoras y de medios de comunicación, instrumentos al servicio del poder para ampliar su enriquecimiento particular.
Si en los despóticos regímenes del militarismo de las décadas de los años 70 y 80 el supuesto combate del comunismo fue la excusa para tales comportamientos, menos sofisticados por las faltas de control, pero igual de patrimonialistas y clientelares, en la actualidad el pretexto ideológico fue el combate del populismo y la imposición de un libre mercado que en la práctica solo libera a los grupos económicos de controles y esclaviza aún más a los trabajadores. Universidades, intelectuales, comunicadores pseudomodernistas y predicadores de la teología de la prosperidad han venido dando sustento ideológico a ese discurso en el cual el Partido Patriota no solo era el instrumento perfecto, sino la estructura patrimonial y clientelar en la que esos comportamientos vendrían a consolidarse.
No puede negarse que hubo mucha gente que de verdad creía que el reino y el imperio de la libertad absoluta del mercado se harían realidad con la llegada del Partido Patriota al poder y que así el país se convertiría en la Albania latinoamericana del capitalismo del siglo XXI. Sin embargo, tanto pastores como profetas de esa nueva doctrina, en su mayoría militares en retiro o nostálgicos del autoritarismo, sabían que esa era solo la máscara, pues el objetivo final y casi único era el asalto abierto y descarado del erario público para el enriquecimiento de los financistas, intermediarios y ejecutores que, ahora detenidos, niegan obstinadamente sus fechorías.
En todo ese proceso aparecen también los peones y lacayos que tuvieron a su cargo el trabajo sucio, las clientelas a través de las cuales los corruptores y los corruptos realizaron sus triquiñuelas. Indefensos, marginados y execrados públicamente, son la evidencia de que la cultura de la corrupción es inherente y consustancial al patrimonialismo clientelista, ahora revestido de neoliberalismo.
Claudia María Bolaños de Reyes es un típico ejemplo de esos peones. Asistente ejecutiva de Pedro Muadi, clásico emprendedor de los nuevos tiempos y de las nuevas ideologías, líder de las cámaras empresariales y sacrificado diputado para salvar al país, ha sido condenada ya a 17 años de cárcel por ser la operadora pública y confesa de los manejos ilícitos de su jefe. Sobornada con una plaza fantasma en el Congreso, nadie sabe aún si, apropiándose de todo lo pagado o teniendo que trasladar parte de sus honorarios a su honesto y neoliberal jefe, ejecutó las tareas de control y desvío de los fondos de plazas de supuestos agentes de seguridad, quienes, creyendo ganar más de lo común por ser parte de las clientelas del empresario-político, tuvieron que conformarse finalmente con sueldos de hambre y debieron agradecer al empresario la infinita misericordia de darles un trabajo para sustentar precariamente a sus familias. Claudia María purgará su condena sin recursos para entrampar los procesos o lograr el resquicio legal que la inocente. Su jefe niega y reniega su evidente y demostrado enriquecimiento ilícito y, con suficientes fondos, probablemente provenientes de sus variados negocios ilícitos, intentará evitar largas condenas.
La práctica patrimonial y clientelar ha quedado también al descubierto con las plazas fantasmas que el diputado Christian Boussinot ha manejado. En la grabación, el patronazgo queda del todo retratado. Pide al trabajador que le agradezca tener un trabajo, una remuneración, pues él es capaz de quitársela si no se le entrega lo que, según él, le pertenece por haber intermediado para el empleo. El trabajador no tiene libertad, mucho menos derecho a exigir un tratamiento respetuoso. Se lo obliga a humillarse, a agradecer, pues, como Claudia María, se ve como el eslabón más débil de la cadena de corrupción, donde lo único que le queda es agradecer al patrón por darle algo para comer. Saben que cometen un ilícito, pero sus opciones son nulas para liberarse de la trampa.
Es por ello que tal vez el ejemplo más claro de estos instrumentos útiles y humillantes de los corruptores sea el de Judith Ruiz, asistente de Roxana Baldetti desde sus épocas de diputada. Para justificar su salario no solo debió ser eficiente, sino que tuvo que realizar tareas que estaban fuera de sus obligaciones para, congraciándose con su jefa, asumirla como patrona y entregarle no solo todo su tiempo libre, sino también su dignidad. Fue su ama de llaves, pero también una especie de celestina en la búsqueda de baratos testaferros para las empresas de cartón de la patrona. Ella asume su papel en todo ese entramado mafioso bajo el simple argumento de que esas eran las tareas asignadas y de que si no las realizaba perdía el empleo.
Judith Ruiz, Claudia Bolaños y todos los empleados extorsionados por Boussinot y demás detentores de plazas fantasmas nos evidencian que la corrupción tiene beneficiarios y corruptores directos (empresarios y políticos de alto escalón), así como corruptos funcionarios que trafican influencias y manipulan contratos para extraer altos beneficios particulares, pero también ciudadanos extorsionados que, convertidos en cómplices, realizan las labores más sucias del proceso sin tener muchas veces posibilidad de, ya involucrados en la cuadrilla, escapar de sus redes.
La cultura de la corrupción se introdujo hasta el tuétano de nuestra sociedad. Extirparla exigirá no solo denunciarla, sino que nos eduquemos en la transparencia para que les cerremos el paso a los clientelismos que, disfrazados de libertarios, lo único que pretenden es seguir manteniendo las desigualdades para lucrar con el hambre de los necesitados.
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