Los largos sillones de cuero negro. El lúgubre y frío mármol. El olor a consomé y a flores. Y ese jodido sentimiento de impropiedad. ¿Saludás con un «buenas tardes»? ¿Con «cómo está»? ¿«Qué tal»? ¿«Qué onda?» (con voz grave)? Definitivamente no. Ninguno de los anteriores. Entiendo que lo más apropiado es un breve bajar de cabeza y un abrazo medio superficial (ni tan corto que pueda interpretarse incómodo ni tan largo que pueda propiciar el llanto).
Llorar puede no ser apropiado. Por lo menos no a gritos. Y no por mucho tiempo. Qué clavo.
Platicar. Del clima, de política, de los momentos vividos con el difunto. Nada demasiado personal, pero tampoco querés parecer frívolo. Contar, escuchar y repetir (cuantas veces sea necesario) los detalles de las últimas horas. Que si el accidente. Que si las llamadas. Que si el último suspiro. Todo, sin parecer insensible, pero tampoco morboso. Y los chistes. Siempre hay un grupo contando chistes. Por educación te reís. Pero no mucho. Es un velorio, pues.
Nunca he comprendido la dinámica esa de «acompañar a los dolientes».
Si estás de duelo, querrás paz. Querrás un poco de intimidad con tu familia. Querrás llorar. Querrás todo, menos un ciento de visitantes expectantes sentados por horas esperando el café.
Esas pocas personas cercanas, seguro. Pero ¿y todo el montón que no lo son mucho?
Esta tarde de lluvia me encuentra, claro, en un velorio. Un señor algo grande ya. Alguien más que cercano.
Alguien que «estaba malito» desde hacía tiempo. Alguien que «está descansando al fin». Frases acompañadas de una mano comprensiva sobre el hombro ajeno o el pecho propio, repetidas mil veces con grados variantes de sentimiento. Muestras de consuelo, creo.
El jefe del difunto y los compañeros de trabajo del hijo. Las vecinas de la hermana. El compañero del Liceo, promoción 1845. La prima de Estados Unidos que no viajaba a Guate desde el 89. Y las enemigas declaradas que me gané en la secundaria. Aquí todos compartimos sillón y una bandeja de panes.
Estoy segura de que no entienden lo que significa perder a alguien amado. A un papá, por ejemplo.
Si fuera así, no estarían aquí contando chistes y hablando estupideces. O ha de ser que estoy sensible. La pérdida tiene ese extraño efecto en mí.
Entre la lluvia y el murmullo de cien voces, pienso en cómo el gentío acompañante puede hacernos sentir bien en un momento determinado.
¿No dicen, pues, que cuando las alegrías y las bendiciones se comparten tienden a multiplicarse?
Nunca fui buena para la matemática, pero el gentío no tiene sentido en esta tarde de luto. ¿O será que con las penas pasa al revés?
Se me ocurre que el corazón, al sentirse acompañado, se dilata.
Y que un corazón ensanchado está en mejor capacidad de gozar de las alegrías y mejor defendido de las penas.
Y entonces acompaño. Acompaño a los invitados con café y abrazos. Con plática superflua. Con algún chiste, si es que lo piden. Ya tendré tiempo para llorar más tarde. Cuando esté sola. Dios nos guarde de desatender a los invitados.
Tristeza y alegría. Extraños momentos en los que el bien y el mal comparten lugar en los corazones. Al parecer, eso del yin y el yang es aplicable a todos los seres. Que en todos y cada uno de nosotros conviven la luz y las tinieblas, dicen.
Blanco y negro. Como el tablero de ajedrez. Como las intenciones. Como las nubes a punto de tormenta.
Me pasaba siempre con vos y a vos conmigo. Hoy entiendo que vos y yo no siempre vivimos en armonía porque toda paz trae su guerra.
Porque a veces estuvimos de acuerdo. Y a veces no.
Porque tomaste decisiones trascendentes mientras yo solo miraba.
Porque no supe cumplir con lo que pediste.
Porque te necesité y no estuviste cerca.
Porque a veces yo era feliz y no te diste cuenta.
Porque te busqué y ya era tarde.
Y, por hoy (hoy, que no se de qué color vestir mi corazón), entre el negro profundo y el marfil cielo hay demasiados tonos y el daltonismo emocional me confunde.
Disculpame. No siempre me es fácil encontrar la emoción congruente con el momento.
Pero, claro, este leve letargo del alma es parte también de la herencia que hoy me dejás.
Te confieso: me está tomando tiempo esto de escoger el traje con el que he de despedirte. O con el que voy a presenciar tu bienvenida. Ya ni sé. Ni enteramente negro ni inmaculadamente marfil. Estoy aquí abrazando un certero principio y aceptando un trágico fin. Porque esta es una despedida. A partir de hoy la vida no será igual.
Porque también damos (ambos) la bienvenida a un nuevo despertar que empieza hoy. Y porque nos abrazamos sabiendo que no habremos de olvidarnos jamás.
«Adiós, pues. Mi aflicción es tan oscura como el ébano, pero te recibo con los brazos abiertos, amplios como el cielo marfil», pensé mientras me tallaba un precioso vestido color bienvenida y sonreía con tristeza.
Con tristeza. «Sea fuerte», me dijeron casi todos y, pues, les hago caso. Soy esa señora que no sabe bien qué es lo que se espera de ella y, entonces, un poco fuerte y bastante incómoda, se sienta en la esquina del salón y escribe alguna tontera en el celular cada vez que siente un nudo en la garganta.
Nudo que se baja con un trago de Coca al tiempo. Coca que trajo de casa. Coca en botella que compró hoy al mediodía, cuando supo que su papá había fallecido y necesitó bajar el trago amargo con algo de azúcar. Coca en cuya botella, elegida al azar, se lee: «Para compartirla con papito».
Y sí, viejo. Brindo por quien fueras en vida, porque cada doliente tenía una historia que contar (y anoche las escuché todas) y por la vieja maña de hacernos los fuertes hasta que tengamos (al fin) un momento de intimidad. Salud, papá. Esta Coca al tiempo va para vos.
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